martes, 1 de septiembre de 2020

EL DIABLO CUENTA UNA HISTORIA

 

   Preguntando a las personas descubrió que una leyenda en particular coincidía con todas las versiones: el diablo accedía a hablar contigo en un monte o cerro solitario, a la mitad de la tarde, cerca del crepúsculo.

   Antón subió al cerro De las Torres, y esperó. La vista abarcaba desde cerros inmaculados, carreteras solitarias, la presa sucia y llena de basura, y otro par de cerros repletos de casas y calles. Detrás de él un par de torres de luz que bautizaron al cerro.

   En su espera a que algo o alguien excepcional se acercase a él, reflexionó algo que, quizá debió preguntarse desde el principio; ¿qué le dirá al diablo?

   En realidad él era ateo, si la ciencia desacreditaba ciertas cosas, pues Antón también. Otra de las leyendas urbanas y creencias de la gente de la colonia, fue que el diablo suele presentarse de diferentes maneras y formas, algunos creían que como dinero, otras como un catrín, y otras más lo dibujaban en su mente tal cual era representado; de piel roja, cuernos, barba larga.

   La espera se prolongó y el cielo se tiño violeta y anaranjado, en el horizonte una o dos estrellas ya se asomaban en lo alto del cielo, un par de pájaros volaron sobre su cabeza al tiempo que Antón se incorporaba ya decidido a irse a su casa.

   El aire o soplaba, los perros no ladraron, los pájaros desaparecieron, ninguna persona vería en esa dirección por un tiempo.

   Un fuerte dolor en todo el cuerpo –como una serie de repentinos y unísonos calambres- le hizo sentarse, lleno de dolor. A su lado, sentado, un señor vestido todo de negro, con un sombrero de hongo sobre su cabeza, un bastón con una empuñadura de oro entre las manos, barba blanca al igual que las cejas, y lentes redondos y oscuros que le cubrían los ojos totalmente.

   Antón se asustó al verlo que solo apareció ahí, de la nada.

   -¿Tienes algo que pedirme, hijo? –dijo el anciano, pero no movió la boca ni un centímetro.

   Era anormal la presencia de aquel hombre, verlo y estar cerca de él producía un malestar, una sensación perpetua de peligro, de desconfianza. Los dolores aún no habían desaparecido, y apenas logró que su voz se escuchara y brotara de sus labios. Cuando dijo la primera cosa que le vino a la mente:

   -Cuéntame una historia.

   Entonces el rostro del hombre hizo, por única vez, un gesto de satisfacción, una mueca, una risa.

 

   -Había una vez -comenzó aún con su sombría sonrisa-, un hombre (omitiré su nombre), que se sentía insuficiente, al igual que muchos otros en el mundo y en la historia. Pero esa insuficiencia se la guardaba para sí, y eso era muy peligroso, es como una bomba de tiempo esperando a que el cronometro llegue a cero.

   “Todos los días se levantaba temprano para ir a un trabajo que no hacía más que explotarlo, jamás recibió el mérito ni el agradecimiento, y el sueldo daba mucho que desear; llegaba a casa con unos hijos que le agradecían su sacrificio, solo querían más dinero, más lujo; iba al lecho con una mujer que no amaba, a la que, incluso, detestaba y odiaba.

   “Y como ya escribiera alguien con anterioridad, siempre hay un hombre dentro de otro hombre, uno que habla, que hace que se dé cuenta de ciertas cosas, y peor aún, es él quien insinúa y murmura los planes y los lleva a cabo.

   “Así este hombre renunció a ese asfixiante trabajo sin confesárselo a nadie, ni a su familia; pasó los dos días siguientes caminando sin rumbo, desde su casa a lugares que no se acercaba, buscando… Al tercer día le llamaron para darle el dinero de la liquidación que, aunque mísero, le serviría por un tiempo. Planeó todo, y era perfecto. Al cuarto día llevó acabo esa idea que le dio miles de vueltas por la cabeza los días anteriores.

   “Llegó a su casa, no había nadie salvo su esposa. Era perfecto, casi, pensó, que un dios macabro y maldito y malévolo, lo quería así. No le dijo nada, solo fue a la cocina por el cuchillo con el que después pasaría a cortarle la garganta, claro, después de forcejear un rato. La cama quedó cubierta de sangre, con la que jugó con los dedos y se manchó la cara y probó, saboreándola, llevándose consigo parte del alma de su mujer.

   “Pero alguien venía, el primero de sus hijos, lo espero detrás de la puerta, le clavó el cuchillo por la espalda, perforándole un pulmón, cayeron al suelo y ahí lo apuñaló tantas veces hasta el cansancio. Era la mejor de las catarsis.

   “El segundo de los hijos no tardaría en llegar, se distrajo con algo, pero ya estaba ahí. Vio el cuerpo de su hermano tirado en el suelo, sin vida, y lo último que vio a continuación, fue el rostro liberador de su padre; él recibió la puñalada en el abdomen, y sintió cómo se abría paso hasta tenerlo entre las costillas, y sus tripas en el suelo, y su sangre haciendo un charco en el que posteriormente caería muerto.

   “Una vez liberado de su familia, se bañó, y cantó mientras lo hacía, y se sentía tremendamente bien. Guardó en tres maletas diferentes los tres cuerpos mutilados los cuales llevo a tres diferentes terrenos baldíos, que encontró durante sus caminatas.

   “Tomó el dinero de la liquidación y se fue al centro, encontró a una mujer que le gustaba en verdad, y se fue a la cama con ella, le pagó lo de una noche. Y disfrutó en sus brazos, aun cuando ya en el hotel le confesó que era hombre, lo que al final le importó muy poco. Al amanecer ella no estaba, pero no le importaba. Había gozado algo que con su mujer se había vuelto monótono.

   “Entonces salió y comió algo que de seguir siendo padre habría tenido que  , caminó, al caer la noche volvió a pagar a otra mujer (está vez si era una mujer), y volvió a pagar toda una noche.

   “Era una niña maltratada que era forzada a trabajar en las calles, y que su virginidad había sido vendida a la persona que tuvo el dinero suficiente para hacer vivir cómodamente a su padrote por cinco meses sin preocupaciones. Y con este hombre que ahora dormía en la cama en la que muchas como ella habían dormido con hombre como él, vio una oportunidad de salir, de ser libre. Agarró el cinturón del pantalón del hombre, y tras una breve pelea de forcejeos, lo ahorcó con él.

   “Le quitó lo que restaba de la liquidación, no era mucho, pero serviría para huir, a un lugar donde pudiera empezar de nuevo. Y así alcanzar la libertad.

   “El cuerpo lo dejó en la cama, desnudo, tal cual había quedado tras morir.

 

   Antón, ya acostumbrado al dolor que producía la presencia del hombre, se le quedó mirado, y esperando a que siguiera. Al ver que no lo hacía, dijo:

   -¿Sabes? Yo siempre percibí tu presencia como una forma de inteligencia y sabiduría, una fuente de engaños, de mentiras. Y al pedirte que me contaras una historia creí que sería algo más… -buscó la palabra- extraordinario. Pero eso es una historia que cualquiera se podría imaginar, de hecho sucede casi todos los días en todas partes del mundo, así que, me dejaste decepcionado.

   El aire sopló por fin, el sol ya había terminado de ocultarse, el hombre ya no estaba ahí.

    El dolor también había desaparecido y aquella curiosidad que lo había impulsado a subir a buscar al diablo había quedado poco satisfecha. Regresó sobre sus pasos hacía su casa.

   Ya entrada más la noche, llegó a casa.

   El horror y terror se volvieron sentimientos que cobraban otro significado, uno grotesco, uno cercano a la impotencia.

   Al abrir la puerta vio a su hermano tumbado en el suelo, y en seguida a su padre con un cuchillo en la mano, corriendo en dirección a él, y una sonrisa que reflejaba satisfacción y alegría.          

El hombre que temía a las nubes

  

  Sin saber cómo, me encontré vagando en un bosque, solo y lleno de pánico.
   Caí de rodillas sobre el pasto mojado, el ulular de los búhos me acompañaba, la luna llena se alzaba en el cielo, el aire que soplaba era frío. Los podía escuchar venir tras de mí, por las hojas secas quebrarse bajo sus pies, al venir sobre mis pasos.
   Me sentía mal; aproveché el momento en el que todos estaban descuidados en el hospital para poder huir, la fiebre era la poseedora de mi cuerpo, y ya no podía correr más.
   Había escuchado a uno de los doctores dictar mi sentencia, no quería morir, no.
   Me negaba rotundamente; el virus que me poseía me arrastraba a pasos agigantados hacía mi tumba. No quería morir.
   Solo una bata de hospital me cubría del viento que soplaba y acariciaba mi cuerpo, la tierra sobre la que había caído casi me reclamaba. La fiebre. La fiebre.
   Me incorporé como pude, apoyándome en un árbol. Caminé más deprisa, debía ganarles, no podía regresar a que ellos me dejaran morir…
   Corrí, lleno de esperanza que al salir de entre los árboles, encontraría una salvación. Cabía en la oscuridad la luz de una fogata a lo lejos, el humo que producía se elevaba entre los árboles. Los escuchaba.
   Había huido de un lugar de muerte para entrar en otro.
   Me acerqué a la fogata, ellos estaban ahí, celebrando una abominación, el conocimiento de lo imposible y lo prohibido. Sus cantos eran extraños, y para mi me resultaría imposible repetirlos, no porque suponga un reto lingüístico, sino por temor de invocar lo que vi aquel día.
   Vestían túnicas amarillas que brillaban con intensidad gracias al fuego de la fogata. Sus palabras eran llevadas por el viento al ser que era el motivo del canto. Vi, en el horizonte una montaña que jamás había visto, su cúspide se perdía entre las nubes, y a cada voz del canto, se acercaba más y más, hasta cubrir mi vista. Como si hubiésemos sido transportados, vi la luna sobre nosotros, más cerca, estábamos en la cima de la montaña. A mi alrededor había vestigios de antiguas fogatas y de antiguos anfitriones que celebraron ceremonias igual de abominables que esta. En uno de los muros cercanos, había la marca, como si alguien hubiese sido fundido ahí, un viejo sabio prepotente y poco preparado para estar aquí, quizá. Las nubes de pronto cubrieron el cielo. Gritos que al principio confundí por rayos venían con las nubes, enormes; cubrieron la luna y comenzó a llover. Siguieron los gritos y los cantos, eran ellos, que venían en sus naves de nubes. Los otros dioses, ellos venían por nosotros.
   Los vi descender de sus naves, y mirarnos, y en su mirada encontré sabiduría de la que huyen los sabios, la verdad de la oscuridad del vacío del cosmos, y comprendí que el mundo fue un santuario, y el humano una plaga que no debió ser; y de los varios intentos por aniquilarnos, y que este era el asalto final; que la reciente pandemia, desatada por las bestias del vacío de las estrellas, tenía toda la intención de hacer desaparecer a la humanidad. Vi las estrellas y constelaciones desconocidas, vi planetas y soles inmensos, y vestigios de civilizaciones que desaparecieron, y el quasar en el extremo del universo, y los dioses dormidos y los flautistas que tocan música alrededor del primer motor del caos, la antítesis de la creación, el necio sultán de los demonios; el que roe, gime y babea en el centro del vacío final. El imposible Azathot.
   Y comprendí que solo éramos un error que nadie en el universo extrañaría, y que nuestro único propósito en la vida era desaparecer para dejar desocupado el santuario a los antiguos dioses. Entonces, en un arranque para poder detener todo ello, quise detener los cantos de los sacerdotes amarillos, pero al hacerlo me percaté que jamás les había visto la cara, si es que aquello podía llamarse cara. Del centro de su rostro brotaba un tentáculo, y sus voces no eran reales más que en mi mente, y que la locura brotada de los cantos manaba de mi cabeza.
   Traté de huir del lugar; detrás del muro donde el sabio fue fulminado para siempre, encontré unos peldaños tallados en el costado de la montaña tenebrosa, bajé, y bajé, y bajé.
   Entonces descendí rodeado de nubes y neblina interminable, y escuchaba las voces de los morían por la plaga, y las abominables risas de los otros dioses que, satisfechos, observaban desde el espacio cómo moríamos y cómo no alcanzamos la supervivencia de la especie. Vi entre las nubes la silueta levantarse del gran dios que dormitaba en su ciudad en el océano, y sentí el retumbar de la tierra bajo sus pies, y los gritos de agonía. Estamos perdidos, estamos perdidos.
  
    Cuando desperté, lo hice en una cama de hospital. Todo era confuso, y los doctores hablaban lejos de mí de mi condición. La fiebre no cesaba. Los medicamentos no podían hacer más por mi mermada salud.
   Tenía la obligación de relatar mi experiencia y los saberes obtenidos durante la noche, pero nadie creyó y más bien pensaban que se trataban de alucinaciones producto de la fiebre que me atacó desde ese día…
   No puedo evitar sentir miedo de las nubes que vienen y ocultan el cielo, sé, que desde allá arriba en sus naves, nos están viendo cómo agonizamos… y nos orillamos cada vez más a nuestra extinción.
 

 

  

    

    

 

 

  

    

jueves, 7 de marzo de 2019

Alaura




   Durante aquellos días me sentía estancado; preso en la rutina de mi empleo, de mi familia, preso en mí mismo.
   Me levantaba temprano en la mañana e, igual que los últimos veinte años, me daba un baño, mi esposa preparaba el desayuno, compartía tiempo con mis hijos y me encaminaba rumbo a un trabajo que comencé a odiar poco antes de cumplir un año laborando. Pero mi empleo me daba el suficiente capital para pagar cuentas, darme un par de lujos a mí y mi familia, y mantener un poco en ahorros.
   Mi trabajo consiste en salir a la calle, encontrar algo interesante y escribir sobre ello; ya fuera una persona demasiado longeva, un perro que mató a un niño pequeño –¿a qué clase de padre se le ocurre dejar a su hijo, siendo apenas un bebé, al lado de un perro agresivo? - o contar historias que la gente pueda leer en un periódico, a veces incluso erótico.
   Comencé la redacción de una historia que no me terminaba de convencer y que a mi editor parecía encantarle el tema: cáncer. Jamás he leído una sola nota sobre la enfermedad que recomiende algo para curar la enfermedad, solo se sabe que en realidad no se sabe cuántos tipos diferentes de cáncer existe, que si se lleva una alimentación balanceada y se practica ejercicio dicha enfermedad no debería de ser una preocupación. ¡Sí, claro!
   Hace mucho tiempo tuve un amigo que se dedicaba a la reparación de calzado, veinte años trabajando en el mismo antiguo oficio, un mal día se percató que le costaba trabajo respirar, el doctor le dijo que padecía de un terrible cáncer de pulmón, y le recomendó dejar el cigarro.
   -Doctor, pero sí yo no soy fumador.
   El detonante de la enfermedad fueron las suelas que había lijado durante años, hule que se escondía en el aire y que mi amigo respiró durante su vida laboral. Poco después la hora le llegó y su familia quedó devastada. Incluso salir a la calle puede provocarnos cáncer.
   Escribí el encabezado de la noticia, parecía que llamaría la atención. Comencé a escribir con naturalidad, viendo aparecer las palabras en la computadora. Corregí un par de palabras que me desagradaban, erróneamente pulsé la tecla que no debía y borré mi progresó, un minuto después recuperé el contenido del archivo y dejé escapar un suspiro de alivio.
   El reloj sobre la impecable pared blanca de la oficina marcó por fin la hora de salida. Todos recogieron sus cosas de sus oficinas, me despedí de mis amigos, y salí al fresco de la calle. El sol comenzaba su descenso, dando rienda suelta a la luna y la noche. Los edificios me rodeaban, el ruido de los autos invadía mis oídos y, después de tantos años, no me resultaba molesto.
   Caminé un par de cuadras hasta la estación del bus, esperé el que me llevaría cerca de mi casa y subí en él. La noche reinaba, el camión iba casi vacío y yo miraba por la ventana. Viró a la izquierda, por la ruta de siempre, y entonces sucedió: el verdadero principio de mi historia. El camión subió en el puente, miré las casas, algunas viejas, otras nuevas y unas más, viejas y remodeladas, intentando ocultar su longevidad.
   Era una casa de tres plantas, en una de las ventanas de la planta más alta estaba una mujer de mirada triste, cepillándose su negro cabello. Miraba fijamente a la calle, perdida en sus propios pensamientos. Cepillándose con delicadeza.
   Debo admitir que no quité la mirada de ella hasta que me fue imposible continuar observándola, y en esos diez segundos sentí que mi corazón y mi vida adquirían nuevos matices. ¿Quién es aquella mujer? ¿A qué se dedicará? ¿Cuál será su nombre?
   Aquel tema del amor a primera vista siempre me pareció una ridiculez, una simple excusa que explicaba la obsesión de una persona por otra. Pero esta vez el flechazo me tocó a mí. Maldita sea, pensé inmediatamente. Yo, un hombre de cuarenta años, casado, con dos hijos, y sintiendo por vez primera vez el amor a primera vista.
   Tampoco creía en aquella tontería del alma gemela, entonces ¿por qué te enamoras de ciertas personas y de otras no?
   Había visto infinidad de veces de jovencitas enamoradas de patanes que solo las hacían sufrir, y lamentarse. ¿Por qué no se enamoraban del muchacho bueno, cariñoso; de aquel que quiera algo bonito y duradero? Creo que nadie conoce la respuesta. O será que ya no existen esos jóvenes y por eso a las muchachitas no les queda otra opción que enamorarse del patán. Este mundo es más complicado de lo que recordaba.
   Me sorprendí pensando en la mujer de la ventana cuando bajé del camión y caminé en la oscuridad de las calles hasta mi hogar. Metí la llave en la cerradura y entre en casa. El olor de los guisados de Laura me dio la bienvenida. Dejé mi portafolio en el suelo, me quité el suéter y me dirigí a la cocina. Más tarde, ya acostado, al lado de mi mujer, no paré de pensar en la mujer de la ventana, y en la fuerte influencia que tenía sobre mí.
   Cerré los ojos y comencé a imaginar realidades donde ella era mía y de nadie más. Donde ella me pertenece en cuerpo y alma, su amor es mío y yo soy suyo, en tantos aspectos. Siento sus brazos rodeándome cuando llegó del trabajo, ella estaba desesperada por estar todo el día sin mí, y ahora no cabe tanta felicidad en ella. Escuchó sus palabras, o mejor dicho le invento una voz que me dice:
   -Es tan bonito estar de nuevo con la persona que amas.
   Sin darme cuenta estoy soñando.
   Y la sueño a ella.

   Al amanecer me siento extraño. Despierto al lado de Laura, ella sigue dormida, pero sé que pase la noche con otra persona. Me levanto y sigo la misma maldita rutina que he seguido las últimas dos décadas, solo que está vez hay algo diferente. Intento darme cuenta, abrir los ojos y percibir qué es lo que está diferente. Al salir de bañarme me percato de que soy yo, me siento diferente, más contento; como si alguien me hubiera cambiado el aceite y ahora pudiera dar un mejor rendimiento.
   Desayuno, mis hijos se van a la escuela, y mi esposa se queda en casa. Yo voy camino al trabajo. Hoy el autobús no toma la misma ruta, así que no pasa por el puente y no puedo espiar a la mujer de ayer.
   Siento que me da un bajón de ánimo. Llego al trabajo sin ganas; me siento frente a la computadora, comienzo a leer lo que escribí el día anterior y comienzo de nuevo la escritura de mi reportaje. Reviso notas, mi escrito, y me levanto en busca de un café. Regreso a mi cubículo y bebo el café a sorbos. Me siento de nuevo atrapado en el mismo torbellino de rutinas y cosas mundanas.
   Cuando era joven me imaginaba ganando un Pulitzer, con fama y millones de pesos, al grado que no tuviera que estar escribiendo reportajes burdos y efímeros que la gente olvida. Era aquello que había jurado jamás ser: un incompetente, un fracasado, un mediocre.
   Termino mi escrito, lo imprimo y me molesto al notar que la impresora no tienes hojas suficientes. Maldigo al maldito infeliz que la uso antes de que yo tuviera que hacerlo. Abro una resma de hojas y coloco un puñado en la bandeja, la cierro y comienza a imprimir mi reportaje.
   Lo engrapo y se lo llevo al editor. Tocó suavemente con los nudillos y no escuchó su respuesta, repito la operación y el único que contesta es el silencio. Abro la puerta y no lo encuentro; dejo mi reportaje sobre su escritorio y regreso al mío.
   No tengo nada que hacer, más que esperar a que me dé su aprobación y, de un segundo a otro, mis pensamientos regresan a la mujer en la ventana. Quiero salir de ahí, correr por la calle en dirección a aquella casa, esperar a que salga, preguntarle su nombre, y encontrar cualquier pretexto para hablar con ella.
   Luego me cuestiono: ¿En verdad me siento atraído por ella? ¿Qué siento realmente por ella? No la conozco, no sé su nombre, no conozco su voz ni su historia, así que qué puedo sentir por ella. ¿Qué es esta obsesión que se empeña en crecer en mi pecho?
   ¿Por qué no cesa? A pesar de que mis pensamientos se ocupan de todo lo que tengo que hacer durante el día, al final siempre he vuelto a pensar en aquella mirada perdida, en su rostro melancólico. ¿Puedo decir que la amo? No lo sé, y lo único que puedo hacer es cuestionarme a mí mismo, y a mi corazón.
   Comienzo a sentir miedo, de este sentimiento, de esta obsesión.
   ¿En dónde nace el amor? ¿Cómo puedo, con solo una mirada, sentirme enamorado por una mujer a la que ni siquiera conozco?
   Me tortura pensar en todo eso, y sé que mi deber es encontrar esas respuestas. Voy camino al trabajo y paso frente a la casa donde ella vive, pero no está ahí en la ventana. Y al saber que quizá no la veré hoy mi corazón se estremece, se encoge y comienza a latir más despacio, ahogándose en un mar de desesperación.
   Llego al trabajo y me encuentro con una nota de mi jefe que me indica que debo ir a cubrir una noticia sobre un choque y un robo frustrado. Salgo de las oficinas y voy a la dirección indicada. Mientras mis pensamientos se disuelven en banalidades, escuchó la música de la calle; los autos y sus cláxones, los gritos de las personas, los motores rugiendo.
   Después de un largo viaje en transporte público llego al lugar del accidente automovilístico, y lo primero que me pregunto es ¿por qué diablos los seguros quieren encontrar los autos sin ninguna alteración después del accidente? El maldito trafico comienza a hacerse eterno, ya son varios kilómetros de autos que pitan sus cláxones y solo me causan más estrés.
   Al parecer un auto quiso adelantar a un autobús lleno de pasajeros, el problema fue que al mismo tiempo el autobús quiso cambiar de carril, y al percibir un poco tarde al auto que quería rebasar, el chofer dio un volantazo. La cola del autobús se meneó, las llantas derraparon y dio varias vueltas, cuatro carros se estrellaron en el autobús que había quedado de costado en el suelo.
   Muchas personas estaban en el lugar, cruzo la franja amarilla y noto cuerpos en el suelo cubiertos por mantas, hay personas dentro de los vehículos que colisionaron, me acerco y las veo cubiertas de sangre. Están muertos.
   Aún continúan sacando a los pasajeros del autobús que están con vida. Una mujer sale por la ventana con ayuda de un hombre uniformado de paramédico y comienza a preguntarle cómo se siente. Ella llora y se escapa de los brazos del paramédico.
   -¡MI HIJA! ¡MI HIJA! –grita.
   Me acerco para preguntarle qué sucedió, desde su perspectiva. Con su declaración y unas cuantas palabras del paramédico puedo escribir mi reportaje e irme a casa. Pero la mujer quiere entrar de nuevo en el bus, no se lo permiten, le dicen que los cadáveres deben de pertenecer en su lugar.
   Veo atentamente a la mujer, no debe tener más de veinticinco años, comienza a engordar, -como todos después del matrimonio-, pienso. Llora con desesperación, quiere volver a entrar en el autobús y le niegan la entrada de nuevo.
   -Mi hija. –repite en un susurro y se desploma en el suelo. Se cubre el rostro y las lágrimas escapan de sus manos y caen al suelo donde desaparecen.
   Sacan por la ventana una pañalera y se la acercan a la mujer, que al verla llora con más tristeza y la abraza.
   Comprendo que su hija es una recién nacida y acaba de fallecer en un absurdo accidente de tránsito.
  ¿Dónde estaba Dios? Observando. 
  ¿Dónde estaba el gobierno? En sus asuntos.
  ¿Dónde está la justicia? Quizá no existe. Y entiendo que hay cosas que suceden sin ningún motivo, solo tienen que suceder.
   Ver a la mujer que, irónicamente, está ilesa y llora abrazándose a la pañalera de su difunta hija, hace que se me haga un nudo en la garganta. Quiero abrazarla, consolarla. Creo que quiero llorar con ella su dolor. Este mundo es demasiado cruel para algunas personas.
   Decido hacer las preguntas adecuadas a las personas indicadas y no molesto a la mujer; quiero irme a casa, y regresar a mi realidad. Sé que ella no volverá a ser la misma, la vida le ha dado un duro golpe del que es imposible curarse, solo se puede vivir con el dolor y la pena. Termino mis anotaciones y regreso sobre mis pasos.

   De vuelta en la oficina he reprimido todos mis sentimientos, solo necesito escribir el reportaje y ya. Comienzo a escribir, pongo el punto final y no me siento satisfecho con el resultado; borro lo que no me gusta y lo corrijo, pero sigue siendo demasiado absurdo, demasiado tonto. Según mi periódico le debo restar dramatismo, tengo que ser grosero, irrespetuoso. No debo darle dignidad a la tragedia.
   Le muestro el reportaje sin título a mi jefe y él lo bautiza.
   -Aparecerá en la portada, con letras rojas: POR QUERER PASARLO RAPIDO TERMINA PASANDOSE DE PEN… Y PROVOCA ACCIDENTE.
   Y así, títulos y títulos absurdos que la gente lee, se ríe, checan el reportaje y lo olvidan horas después. Entonces acepto algo de lo que ya me había dado cuenta: odio a mi jefe, odio mi empleo. Odio mi vida.
   El sol comienza a caer del cielo azul, las nubes blancas se tintan color anaranjado en un lienzo violeta. Voy en el micro, y sube por el puente. Veo de nuevo a la mujer cepillándose el cabello, y mi corazón da un vuelco, y mi día cambia radicalmente.
   El puente termina y le digo al chofer que me deje en la parada. Vuelvo caminando; no sé qué es lo haré, no lo pensé, solo quiero verla de cerca. Paso frente a una tienda de azulejos cerrada y veo mi reflejo en el vidrio, continuo peinado, mi barba es larga, y mi cabello ya necesita un corte.
   Continúo caminando, estoy a pocos pasos del edificio, miro hacia arriba y alguien sale. Mi corazón late deprisa y de pronto parece detenerse, casi deseo encontrarme con aquella mirada triste, pero es un muchacho que sale con una mochila al hombro, como si saliera para el trabajo a esa hora de la noche.
   -Buenas noches. –dice cuando me ve. Sonríe, cree que lee mi pensamiento cuando dice: -¿Viene por lo del piso de arriba?
   Yo no sé qué decir de momento, bajo la vista a mi pecho y veo mi gafete que revela que soy periodista.
   -Sí, vengo por eso. –le contesto, quizá para que me deje entrar porque en realidad no sé qué espero hacer.
   -Estuvo grueso. Fue hace varios años, y desde entonces cada año, cuando se viene el aniversario, vienen reporteros; pero el resto del año nadie se aparece.
   -¿A sí? Dime: ¿Qué pasó aquí? En tus palabras.
   Busco en mi portafolio y saco una pequeña libreta de anotaciones, lo que quiero es aparentar interés. No sé qué pasó aquí y la verdad no me interesa en lo más mínimo.
   -Bien. –se lo piensa. –Tengo entendido que el señor encontró a su esposa en la cama con otro, el amante escapó y el señor mató, en un arranque de celos y furia, a su esposa. Me encantaría contarle con más detalle, pero debo irme. Lo siento.
   -No te preocupes. Volveré después.
   Guardo la libreta y me despido del joven. Volteó la vista a la ventana de arriba y ya no está la mujer, esperaba verla y me decepciono. Vuelvo a la parada y tomo el micro de nuevo.

   El camino de regreso me llena de dudas. ¿Y sí me hubiera encontrado con ella? ¿Qué habría hecho? ¿Qué le habría dicho? ¿Por qué la quiero ver? Me odio, no quiero aceptar que, tal vez, solo tal vez, la amo.
   Tengo a mi familia, y una esposa que me ama. No puedo solo dejar de amarla así sin más. Un pensamiento me estremece. ¿Y si la deje de amar desde hace tiempo? ¿Qué sucedería si lo nuestro ya solo es costumbre y no amor? Intento apartar esos pensamientos de mi mente.
   Llego a casa, ellos ya cenaron, pero están esperándome en la mesa. Me siento, mi mujer va a la cocina y me trae un gran plato de comida, mi estómago se lo agradece, y comienzo a comer.
   -Entonces le dije que me dejara en paz, todos tienen el derecho de escuchar la música que quieran. –dice mi hijo el menor.
   -Pero tu música está bien culera. La neta tiene razón.
   -Claro que no, mi música es música de dioses.
   -Música de dioses la de antes. Puro piano y violín, esa si es música. Lo tuyo todo es sintético, por computadora. Y las letras solo hablan de mujeres desnudas y sexo.
   -No, tú estás mal.
   -Te digo que sí tiene razón. Tu música está culera.
   -¿Cómo te fue? –me pregunta mi esposa.
    Hace años que no me pregunta por qué llego tarde, sabe que puedo llegar a cualquier hora o salir de igual manera. Me pregunta cómo estuvo mi día, y siento la necesidad de contarle lo del accidente, pero no quiero doblegarme, así que omito ese dato.
  -Normal. Solo cubrí un reportaje. Un accidente de tránsito, nada serio.
   Miento con tanta naturalidad, me odio. Odio tener que mentirle, quiero que vea a alguien fuerte, que no llora por la hija de una desconocida. Me siento mal. Quiero gritar, quiero huir.
-¿Y  ti cómo te fue, amor? –temo que le ofenda está última palabra. Me ofende a mí mismo el llamarla así.
   -Bien. –dice.
   Los chicos continúan con su plática superflua, termino de cenar y me voy a la cama. A mi lado la tengo a ella. La abrazó, no porque quiera demostrarle amor, sino para demostrarme a mí que aún la amo. Y me duele descubrir que no es así.

   Al día siguiente salgo más temprano de casa, bajo en el puente y me dirijo al edificio donde vive la mujer. En mis entrañas solo quema el deseo ferviente de conocerla. Me imagino un encuentro casual con ella, le invento una voz y un nombre, me dice que está sola, no vive con nadie, y noto que está igual de desesperada que yo de escapar de su mundo. Es oportuna la propuesta de irnos de esta realidad, ella acepta, y de un momento a otro estamos en un lugar lejano, solo nosotros dos, haciéndonos el amor como dos jóvenes adolescentes descubriendo el amor pasional.
   Estoy fuera del edificio, y veo a una mujer regordeta barriendo las escaleras.
   -Mi hijo me habló de usted. Es el periodista. –me dice.
   -Buenos días. Sí, soy yo.
   -Pasé, pasé. –me invita. Me sorprende la amabilidad de la gente de este país, igual y yo puedo ser un peligro, pero ella no lo ve así y me deja pasar a su casa.
   Me sienta en su mesa, me sirve café, y comienza a contarme una historia de un asesinato que no me interesa, sin embargo, hago anotaciones y finjo interés. Llegada la hora le doy las gracias y salgo de la casa a las escaleras de salida.
   Escucho pasos bajando, y mi corazón se encoge, quiero verla, lo estoy deseando. Le ruego a cualquier dios que quiera escucharme que sea ella la que baja las escaleras.
    Su cabello es oscuro, su tez blanca, sus ojos grandes y cafés. Es alta, delgada, lleva los hombros descubiertos y me sonríe con familiaridad cuando me descubre en la puerta de su vecina.
   -Buenos días. –me sorprendo al decirlo.
   -Buenos días. –contesta. -¿Busca a la señora…?
   -No, no. –no la dejo terminar. –De echo acabo de verla.
   Asiente. Se hace un silencio, no puedo dejar de ver sus ojos, su sonrisa que poco a poco desaparece.
   -¿Puedo hacerle unas preguntas? Es para un reportaje. –me excuso.
   -Sí, claro.
   Vuelve sobre sus pasos. Subimos las escaleras juntos, y sintió la tensión en el aire. Quiero interrumpir su paso, tomarla por los brazos y rozar sus labios con los míos. Es disparatado, pero lo deseo.
   Entramos en su casa y lo primero que veo son pilas de viejos periódicos. Hay una mesa de madera circular y dos sillas, me ofrece asiento y desaparece.
    El departamento huele extraño, pero ella huele bien. A champú, a productos para el cabello y perfume. Regresa con dos tazas de café. Y se sienta a mi lado, su rodilla rosa con la mía, parece no molestarle y a mí me encanta.
   -Solo que sea rápido, mi esposo no tardará en llegar y quedé de ir a buscarlo. 
   Procuro que su ultimo comentario no me haga daño, ya que la idealicé soltera.
   -¿Su esposo? –me lamento por decirlo en ese tono.
   -Sí, llevamos varios años de casados. He tenido, bueno, hemos tenido tropiezos, pero todo va bien.
   Se vuelve a levantar, va por un cigarrillo, me ofrece uno, no lo acepto y vuelve a mi lado.
   -Ok. ¿Usted está contenta con su matrimonio?
   -Creo que no me dijo de qué su reportaje. –dijo algo dubitativa y arrugando el entrecejo.
   -Sobre poligamia. –me rio en mis adentros.
   -Oh, claro. La verdad sí, le he sido infiel a mi marido. No vaya a poner mi nombre, por favor.
   -No tengo el gusto de conocer su nombre.
   Siento la sangre en mi rostro, ella me ve, y me siento excitado. Sonríe con coquetería.
   -Me llamo Alaura. –deja el cigarro en el cenicero. Se acerca a mí, siento su calor, su aroma, sus labios.
    Su mano se posa en mi rostro, mientras nos fundimos en un beso apasionado. Y entonces me siento joven, lleno de energía. Su mano desciende y me incita a otro tipo de cosas, quita las tazas y el cenicero de la mesa. Es tanta la desesperación que comienzo a jadear, y no importa que ella lo quiera en ese lugar y no en una habitación. Recuerdo que me dice que su esposo está por llegar, pero no me detengo porque es excitante el momento. No tengo que hacer más que levantar su falta, acariciar sus piernas blancas y besarlas. Le beso el cuello, la boca, y siento su respiración acelerada en mi oído. Me pregunto si la mesa aguantara el peso de ambos. Cuando la puerta se abre y un hombre gordo y canoso entra en la casa.
   Nos ve sobre la mesa.
   -Así te quería encontrar, puta. –dice lleno de furia.
   Me quito de encima de ella, me visto lo mejor posible mientras él me persigue. Ella le grita, le pide que se detenga. No sé cómo, pero salgo del departamento y escuchó que me persigue, bajo las escaleras a toda velocidad, sin temor a tropezarme. Llegó al final de la escalera, el sol me cega unos instantes; volteó la vista, él viene por mí, pero en el borde de la puerta, antes de salir del edificio, veo como su cuerpo desaparece en una nube de polvo que cae lentamente en el suelo.
   Lo primero que pienso es que mi vista me engaña. Vuelvo a subir las escaleras, no sé lo que pasó, estoy confundido, asustado, y quiero ver a Alaura nuevamente.  Una fuerte ráfaga de viento tumba sale del apartamento, no me había dado cuenta de que uno de los cristales de la ventana está roto. Percibo un agradable aroma a rosas, busco la fuente de dicho aroma y veo un altar; hay un altar con rosas, veladoras y la foto de Alaura.  
   Sin mirar atrás, salgo corriendo, con la esperanza de estar lo suficientemente lejos de ese lugar; un frío espectral me sigue por las escaleras, recorre mi piel y me recuerda cada segundo que viví en el departamento.
   Por fin, estoy afuera, giró, involuntariamente, la vista, y me encuentro nuevamente con aquellos ojos melancólicos y tristes.
   Los mismos ojos que me instaron a entrar en el edificio; veo mi reflejo en vidrio de la tienda de azulejos, estoy pálido, y muero de horror.
    El miedo me sigue como la culpa. Cuando llego a casa y siento el calor de mi familia, no puedo dejar de sentirme culpable; Alaura se me aparece en sueños, y me besa, y lo único que quiero es nunca parar de soñar. Pero la noche cesa y da paso al día y vuelvo a mi realidad.
   Cuando me siento más desesperado, lo único que mi mente perturbada y culpable me incita a hacer es una locura.
   Desde el puente donde la vi por primera vez, siento el aire de la noche a mi alrededor, la veo cepillarse el cabello, y estoy desesperado por volver a estar en sus brazos, en sus labios, en su aroma.
   Suelto todo lo que me aferra a este mundo y a esta realidad; el suelo se acerca a mí a velocidad de vértigo. Alaura, digo su nombre como una plegaria.
   Alaura.
   Un fuerte dolor, y la oscuridad me recibe con los brazos abiertos, como una madre que espera con ansias el regreso de un hijo.
   Y en esa oscuridad me encuentro con Alaura.

   Y está vez es para siempre.

miércoles, 30 de enero de 2019

River of Time

We can save this ill-fated race
Who are lost in the ocean of space
Show them the way to reverse their decline
Guide them back on the river of time
-River of Time. 01011001

In memoriam D. H. Lawrence

Fue un destello de genialidad e inspiración los que hicieron que Jesús sonriera y echara a correr
de vuelta a casa.
Para ese entonces era un muchacho estudiante de 18 años, cuya única preocupación era la
escuela. Llegó a casa, arrojó la mochila y anotó los pasos a seguir en un elaborado plan de
investigación. Su caligrafía era nerviosa y poco legible, pero para él era suficiente. Estaba
totalmente convencido de que tenía las bases para completar los viajes en el tiempo.
En un segundo se imaginó a sí mismo explorando la época precolombina, las batallas médicas, y
cada uno de los sucesos más importantes en la historia. Pero, ¿aquello no desafiaba las leyes de
Dios? Creyó que no, al contrario: había sido Dios quien le había mandado aquella inspiración
desde su trono celestial. Y al ser un mandato divino debía obedecerlo.
Lo primero a lo que se dedicó fue a descifrar los secretos de la formula E=MC2. Le siguió la teoría
del todo, y así, continuó la búsqueda tras las verdades de los viajes en el tiempo.
Pasaron los años, en veces pausaba su búsqueda, solo para retomarla con ímpetu y entusiasmo.
El tiempo pasó, y gradualmente dejó de ser un joven estudiante, convirtiéndose en un respetado
profesor de universidad, considerado por muchos un genio, por otros un loco, ya que decían que
solo la locura podía concebir tales ideas como las que el profesor seguía. En cierta ocasión se le
ocurrió decirle al alumnado que los viajes en el tiempo eran reales debido a entidades superiores
que manejan las manecillas del reloj.
Llegó el punto en el que las manecillas, indemnes, siguieron su curso dejando a un profesor
frustrado y viejo. Al jubilarse se dedicó de lleno a la búsqueda de los viajes en el tiempo. Rara vez
comía, dormía muy poco y no salía de su estudio salvo para lo absolutamente necesario.
En un enorme pizarrón anotaba sus avances y teorías, hasta que, casi por accidente, escribiendo
en la pizarra se percató de que lo había logrado, tenía ante sí las respuestas. Y una sonrisa llenó su
rostro cansado y lleno de arrugas.
Preparó todo para su primer viaje, pero ¿a dónde iría? Ya era viejo, le dolían las articulaciones al
hacer ciertos movimientos, incluso sentarse resultaba una tortura. Después de un momento de
reflexión lo decidió, anotó toda la investigación de su vida en una pequeña libreta, resumida y
concisa. Viajaría al pasado para encontrarse consigo mismo, y así, joven, viajaría por los oleajes del
tiempo.
Acto seguido se dejó tragar por el río que suponía el tiempo en reversa, era arrastrado con
brutalidad, sintió la vida en cada una de sus células, y de la nada lo envolvió una espesa capa de
sabiduría, sintió que nada tenía sentido y por momentos le pareció ver a una entidad que

observaba sus pasos, sintió su desprecio, su malestar, sintió el terrible malestar de estar vivo en un
bucle impío, casi profano.
Y arribó en el pasado.
En la misma calle, la hora correcta, la fecha correcta; y a la lejanía un joven Jesús acercándose a
su encuentro. Con el pesar de los años encima, corrió hasta donde su Yo más joven, pero un dolor
indescriptible le hizo detenerse en seco, sus entrañas le ardían, sus manos estaban rojas, sintió la
temperatura de su cuerpo elevarse a tal extremo que hubo una combustión espontánea en todo
su ser. Envuelto en llamas, corrió por la acera. La libreta, ¡la libreta! Las flamas la devoraron con
glorioso apetito. Las personas que estaban cerca lo vieron consumirse horrorizados, mientras el
profesor se preguntaba por qué, sin entender su herejía.
Estaban dos almas, la misma en realidad, de diferentes tiempos en un mismo lugar, sin permiso
de la inteligencia suprema, tal herejía recibiría el castigo máximo. Los que vieron al profesor
esfumarse, lo olvidaron al segundo, y continuaron con sus asuntos.
El sol se oscureció gracias a una nube que cruzaba el cielo, el viento sopló dándole de lleno en la
cara de un Jesús joven. Tenía una idea, una idea genial, corrió a su casa a anotarla.
Creía tener las bases para los viajes en el tiempo.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Los que observan

Las cápsulas formaban una media luna en la habitación; eran cuatro y, cuando se abrieron, dejaron escapar vapor azul que llenó la nave con su olor amargo. Tuomas fue el primer en despertar. Le pareció que todo era diferente, el aroma en el aire se le antojaba extraño y le llegaba a sentir cierta melancolía; el hecho de recordar le producía una sensación casi nueva, observó que la pintura de las paredes estaba opaca y  lucía vieja.
El resto de cápsulas se abrieron, se puso de pie, pero sus piernas entumecidas y rígidas no soportaron su propio peso y cayó hincado sobre ambas rodillas. Floor se incorporó de su cápsula, miro en todas direcciones, confundida, como si no recordara en dónde estaba, sintiendose extraña al igual que Tuomas. Se llevó ambas manos a la cabeza, le punzaba. Era como volver a nacer, volver a sentir dolor, cansancio, dolor, volver a respirar. El retorno de un limbo de ensueño donde nada de eso existía. La cápsula de Arjen fue la siguiente en abrirse, y por último despertó Anneke.
-¿Dónde estamos? -preguntó Floor en un susurro que logró arrancar de su garganta.
-No lo sé. -Tuomas apenas y mantenía el equilibrio. Tambaleándose se dirigió a la cabina, las luces se encendieron nada más entrar. Arjen ayudaba a Anneke a salir de su cápsula cuando Tuomas les llamó a la cabina. Frente a ellos tenían su destino; las estrellas les daban la bienvenida, los anillos del planeta parecían con la intención de acariciar a sus visitantes.
 -¿Cuánto tiempo hemos dormido?
-Años.
-Soy el Capitán Tuomas de la Merlín II, enviando nuestra ubicación y confirmando nuestra llegada desde Pangea. Favor de notificar la llegada correcta de este mensaje.
Se separó del micrófono y se sentó en su sillón. La sensación era extraña y las preguntas abundantes. El ambiente entre la tripulación de la Merlín comenzó a tensarse progresivamente al acercarse al planeta que tenían enfrente. Algo en lo que todos estuvieron de acuerdo fue en que tenían hambre. Así todos se dirigieron al comedor donde devoraron las reservas que, ni aun despertando de un sueño criogénico, mejoraría su sabor.
 -Siento como si me hubieran golpeado. -comentó Anneke entre bocado y bocado.
-Se siente extraño despertar, pero es peor no poder despertar. -la aseguración de Arjen se quedó en el aire, al principio nadie la entendió, pero tenía razón. Era totalmente cierto, tanto tiempo durmiendo, preservando el cuerpo, que los sueños se volvieron una nueva realidad para ellos, e irónicamente como sucede en los sueños, no recordaban gran cosa de su dormitar.
-Yo soñé que Pangea era destruida. -Floor dejó de comer. No habían reparado en la magnitud de lo que estaban haciendo y lo que hicieron. ¿Cuánto tiempo había pasado en realidad? ¿Qué sería de su familia, de sus amigos? Cuando el proyecto cobró vida se buscó a personas que no tuvieran hijos ni cónyuge, se advirtió de algo peligroso y sumamente tardado. No importaba, su único deber era encontrar, explorar, y sembrar unas cuantas plantas en el planeta que parecía apto para la vida humana. Si todo salía bien, mandarían un mensaje a Pangea y el resto de seres humanos llegarían a poblar su nuevo hogar.
Preservar la especie. El único deber de la vida.
-Yo soñé a una niña llorando. En realidad ni siquiera la conozco.
-¿Y? -preguntó Anneke.
-Sólo lo menciono, no recuerdo nada más
.-Años soñando y no recordamos gran cosa.
 -¿Qué soñaste tú, Arjen?
-Yo... Un castillo.
Entraron, progresivamente, en la atmósfera del planeta. Tomaron sus asientos y abrocharon sus cinturones; después de un largo viaje en picada, Tuomas logró estabilizar la nave, la llevó sobre la superficie donde, por fin, aterrizó. Antes de poder salir de la nave Arjen tomó muestras del aire comprobando que este fuera apto para ellos. El análisis tardó un día y una noche según lo que tardaba ese planeta en dar una vuelta sobre su eje. Ese tiempo lo invirtieron en caminar de un extremo al otro de la nave con el fin de reactivar la circulación en su cuerpo; corrieron, brincaron, improvisaron varios ejercicios los cuales les costaba trabajo realizar, y una labor titánica completarlos.
Era increíble como de pasar de hacer ejercicio llenaron la nave con un aura de nostalgia. Pangea era su hogar, y temían no volver. Tal vez los recordarían como héroes, las personas que hallaron un planeta adecuado, su nuevo hogar. La gloria, el recuerdo, no era suficiente. De haber conocido mejor el pasado, no añorarían tanto a Pangea.
 No era totalmente respirable el aire del planeta, por lo que tuvieron que vestirse con sus pesados y nada cómodos trajes de exploración. Eran enormes, con una cápsula que les cubría la cabeza y un par de tanques en la espalda con oxígeno. Floor fue la encargada de llevar las semillas conservadas en una pequeña esfera que cabía en la palma de su mano. Al bajar de la nave se encontraron con una superficie rocosa y desierta, con fuertes ventiscas y sin rastro de tierra fértil ni agua. Arjen y Floor exploraron las tierras aledañas, mapeando, mientras que Anneke y Tuomas mandaban mensajes a Pangea que jamás respondieron. Arjen subió un montículo de gruesas rocas y observó el cielo, los anillos de meteoros fuera de la atmósfera era impresionante. Divisó una entrada a las profundidades de la tierra, la señaló y Floor la buscó con la mirada.
 -Hasta donde recuerdo, la simulación dijo que había agua en las cavernas. ¿No?
-Eso espero. -dijo Arjen. Notificaron a Tuomas sobre la cueva y que se acercaban a explorar. Enviaron otro mensaje con el avance de la misión, y al igual que el resto, no hubo respuesta. Tuomas comenzó a desesperarse. Anneke por su lado no sé preocupaba, no demasiado, y la verdad es que en realidad no pensaba en la misión. Casi estaba segura de que no volvería a Pangea, y es que ese silencio no era buena señal; de pronto recordó que soñó la desaparición de Pangea y un vacío donde estaba originalmente, gritos y lamentos. Se estremeció, unos ojos negros la miraban, casi como si ella no estuviera ahí, o sí, y vieran sus pensamientos, a través de su cuerpo, a su alma. Dejó su lugar al lado de Tuomas y regresó a las cápsulas criogénicas, asustada. No sabía qué buscaba o qué esperaba de ese lugar, quizá sólo el vínculo entre ese sitio y sus sueños.
 Floor entró en las fauces de la caverna, dibujó una sonrisa en su rostro cuando, una vez adentro, en el silencio que sólo era cortado por sus pisadas, escuchó el gotear de agua sobre la tierra. Un sonido suave, constante y tranquilizador.
 -Tuomas, encontramos agua.
Notificaron a la nave. Él les pidió que exploraran y cartografiaran la cueva. Encendieron las luces añadidas a sus trajes, Arjen encendió su consola y activo la señal de largo alcance, enviando su ubicación a la Merlín II
.-Creo que oí algo. -dijo.
-¿Algo? -preguntó Tuomas desde la nave.
-No estoy seguro.
-Yo también lo oí. -terció Floor.
Ellos los observaban desde el cobijo de la oscuridad, eran silenciosos, respiraban con lentitud y estudiaban los movimientos de los intrusos que se adentraban más y más en su guarida.
Esperaban encontrar tierra y una fuente de agua para plantar las semillas. Floor se detuvo, de pronto la oscuridad le inquietaba. ¿Cuánto se habían adentrado? Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, era el peso de las semillas o un mal presentimiento; sobre sus hombros cargaban un gran peso.
 Sintió una extraña nostalgia, por sus amigos, la familia que tal vez pudo tener, la vida que pudo construir. Sus pensamientos terminaron ahí, no alcanzó a comprender lo que sucedió cuando de la oscuridad emergieron aquellas bestias todo garras y dientes y furia. Cayó de espaldas sobre el filo de unas rocas, su espalda crujió, las semillas escaparon de sus manos, la cápsula que cubría su cabeza se estrelló y de un segundo a otro sintió el peso de una de esas bestias amorfas sobre ella. Fue más piadosa la zarpa que le quitó la vida, a la posible asfixia. Floor murió confundida, sin entender que acababa de pasar. Arjen corrió a la salida, habló a Tuomas pero antes de poder decir cualquier cosa, los monstruos lo alcanzaron y dieron fin a la persecución
.-¿Floor? ¿Arjen?
Silencio.
-¿Floor?
Nada.
Decidió no dejarse dominar por el pánico, tampoco había tenido respuesta de Pangea, tal vez sus aparatos de comunicación se habían dañado en algún punto del viaje.
-¡Tuomas!
-¿Arjen?
 Ya no volvería a hablar más. Anneke había vuelto a la cabina, preguntó qué pasaba, pero el Capitán no respondió. Una oleada de terror recorrió su espina dorsal. Nadie respondía.
Anneke volvió a preguntar qué sucedía.
 -Tengo que ir con ellos.
 -Te acompañaré.
-¡No! -Se paró frente a ella. -Tienes que quedarte por si algo malo me pasa.
-No me importa. Iré contigo.
-Es más importante miles de vidas que dependen de nuestra labor que nosotros, así que ¡siéntate y obedéceme!
Obedeció muy a regañadientes, lágrimas rodaban por sus mejillas. Temía lo peor. -Dejaré pasar unos minutos, -comenzó a tranquilizarla -me pondré el traje, iré a la última ubicación de Arjen y exploraré. Vete haciendo a la idea, Anneke, que puede pasar cualquier cosa y que la prioridad son las semillas.
 -Lo sé, capitán. -Salió de la cabina a vestirse con el traje.-¿Yo me quedaré en la nave?
-Sí, te necesito aquí. Si algo malo me pasa enciende la nave, regresa a Pangea, y cuenta lo que pasó. Que traigan más semillas.
-No vayas, no me dejes. -le suplicó.
-No tengo opción.
Bajó de la nave, caminó en dirección a las coordenadas que le envió Arjen y se adentró en la cueva donde lo empezaron a observar. La oscuridad era inquietante, densa y silenciosa.
Anneke saltó en su asiento cuando escuchó sobresaltada la voz de su capitán.
-Sí, capitán.
-¡Enciende la nave y vete! No vengas por mí.
-¡No, capitán! ¡Iré por usted!
-¡Obedéceme!
Ella lloraba, la voz de Tuomas se cortó, escuchaba interferencias. Cuando por fin la señal volvió todo era un grito de auténtico horror. Encendió la nave, los motores llenaron la máquina con su parsimonioso sonido, eso llamó la atención de los monstruos y lentamente salieron de su guarida. Eran cientos, luego miles los que rodearon la nave. La tristeza de Anneke por sus amigos dio paso al terror, jaló las palancas con la vista nublada por las lágrimas, la nave comenzó a elevarse y los monstruos seguían emergiendo de la tierra. Se encimaban los unos en los otros en pos de la nave, a escasos metros del suelo. Esta no poseía armas, pronto escuchó que ellos caminaban sobre la nave. Anneke ahogó un grito de miedo. Una turbina succionó a uno de los monstruos, lo que la hizo estallar y desestabilizar la nave. Anneke perdió el control de la nave que comenzó a dar vueltas, todo se volvió confuso hasta que la nave cayó al suelo. Aturdida, escuchó como los monstruos se abrían paso dentro de la nave. Estaba segura de que moriría, casi lo deseaba. Ellos seguían encima de la nave. El sol sobre ellos cegaba a Anneke, notó, gracias al golpe al estrellarse la nave, que algo cosquilleaba en su sien, una gota de sangre nació en su rostro. Lo único que veía era el sol, que brillaba con mayor intensidad a cada segundo, los monstruos se volvieron figuras negras y sin sentido que se movían de un lado a otro. El sol lo era todo. Luego la oscuridad. Y luego sus sueños volvieron.

Tenía una brillante luz blanca frente a sus ojos, estaba sobre una cama, en una habitación que no pertenecía a su nave. Las puertas se abrieron. Ya no sentía dolor, ni preocupación. A pesar de conocer el triste final de su tripulación. Ellos entraron. Su piel tenía un color y textura extraños, sus ojos completamente negros y numerosos eran idénticos a unos que vio en sueños. No sintió miedo, todo lo contrario, lo que siente una niña al regresar al lado de sus padres. Le hablaron, pero su voz sonó dentro de ella.
-Anneke. Te hemos observado en tu viaje por el cosmos. Ya estás a salvo. Fuiste seleccionada para la preservación de tú especie. Permítenos ayudarte. ¡Ven! ¡Vamos al hogar que te espera!

Y la nave se perdió en el silencio del espacio.