1.
EL CUENTACUENTOS
Era un verdadero crimen despertar a una niña
de cinco años tan temprano, tanto que debía ser altamente castigado. Eso
pensaba Jesica que, en efecto, es una niña de cinco años.
Aún faltaban cinco minutos para las siete de
la mañana cuando la temible abuela Martha entró en la habitación de la niña. Le
recordó que aquel era el primer día de escuela y no debía llegar tarde.
-Pero no quiero ir. –replicó la niña,
enredándose de nuevo en sus cobijas.
-Tienes que ir. Ya levántate. –ordenó la
abuela Martha y salió de la habitación.
Jesica se preguntaba por qué era tan
importante ir a la escuela. No le daba nada de gracia estar con un montón de
niños desconocidos toda la mañana hasta entrada la tarde. Se incorporó de la
cama, la abuela Martha le había hecho el favor de dejar su uniforme nuevo sobre
la cama.
-Es horrible. –había dicho cuando su madre
se lo entregó.
-Te ves muy bien. –contestó.
Jesica a veces creía que los adultos
ignoraban lo que decía; un ejemplo era el uniforme gris que se estaba
vistiendo, la tela estaba rígida y olía raro. Se sentía extraña con él, y
ridícula, sobretodo lo último. Bajó a la cocina donde la abuela Martha ya le
tenía preparados un vaso de leche con chocolate y un sándwich.
-Apúrate para peinarte. –le gritó la abuela
desde su habitación donde se estaba cambiando de ropa.
Miró el vaso de leche con un poco de
desprecio, no sentía la menor pizca de hambre a esa hora, lo que más le
apetecía en ese momento era seguir durmiendo.
Recordó aquel día que preguntó por qué debía
ir a la escuela. Todas las respuestas que recibía eran las mismas. Pero, ¿para
qué aprender a leer o sumar? Eso era para quien quisiera leer y sumar, no para
Jesica, ella solo quería jugar… y dormir.
En todo caso, si van a obligar a los niños
pequeños a ir a la escuela deberían hacerlo a una hora más decente, pensaba.
La abuela Martha, que siempre vestía de
colores negros y melancólicos, comenzó a peinar a Jesica mientras la niña
intentaba terminarse el sándwich.
-¿A qué hora llegan mis papás? –preguntó
Jesica.
-Creo que los dos entraron a las seis de la
mañana, estarán aquí temprano, pero yo iré por ti.
-¿Tengo que ir?
La abuela Martha se molestó con la pregunta
de la niña. Y le volvió a explicar que debía ir, todos los niños deben ir a la
escuela.
-Hay tantos niños que quisieran ir a la
escuela y no pueden, y tú que tienes la oportunidad no la quieres aprovechar.
–a veces a la abuela Martha se le olvidaba que hablaba con una niña de cinco
años. –Ya vámonos.
Subió a su habitación por su pequeña mochila
y se dirigió a la puerta junto con su abuela. Se cercioraron de que no
olvidaban nada y salieron.
Afuera el cielo era plomizo, el aire que
soplaba era frio y traía consigo un rocío que daba de lleno en la cara de la
niña.
El kínder estaba a un par de calles de su
casa, en el camino se encontraron con otras madres que también llevaban a sus
hijos, que, al verlos Jesica creyó entender la gravedad de la situación, pues
esos niños lloraban e imploraban por volver a casa, eran niños que jamás habían
estado lejos de su madre en un lugar completamente desconocido; algunos de los
infantes prometían portarse bien por el resto de su vida, todo con tal de
volver a casa.
Entonces esto es un castigo, pensó Jesica. Y
comenzó a buscar en sus recuerdos cuál era la mayor travesura que había
cometido como para recibir esa clase de castigo.
No lo recordaba porque no la había cometido.
Una fuerza oprimía su pecho, su cuerpo temblaba
más por los nervios que por lo frío del ambiente, en su rostro sintió
aglomerada toda la sangre de su cuerpo.
Llegaron por fin al kínder y la escena no
hizo más que empeorar.
Había montones y montones de niños llorando,
gritando, y haciendo berrinche. En verdad debe ser terrible este lugar, se
decía Jesica para sus adentros.
-Mira que feos se ven esos niños
berrinchudos. –le dijo la abuela Martha al oído a Jesica, que no lloraba solo
porque los nervios le impedían hacer cualquier cosa que no fuera temblar.
Dieron las ocho y la puerta se abrió por
fin, y los llantos se elevaron al cielo. Los niños que iban por su último año
fueron los primeros en entrar, muy pocos de nuevo ingreso entraron por su
voluntad, mientras el resto de niños lloraban en la banqueta.
Miss Tania esperaba en la puerta, daba la
bienvenida a los niños y saludaba a las mamás. Jesica no podía moverse, sus
piernas eran víctimas de un embrujo que le impedía caminar, jamás había sentido
nada parecido y pocas veces en su vida lo sentiría.
-Que te vaya bien, al rato vengo por ti. –le
dio un tierno besó en la mejilla y la persignó. Rodeó a la niña por los hombros
y la condujo a la puerta.
Jesica tenía los ojos muy abiertos, no podía
ni hablar para implorar regresar a casa. Su cuerpo actuó por voluntad propia,
Miss Tania le dio la bienvenida y le pidió que esperara en el patio.
Ya estaba dentro del kínder y no había
vuelta atrás.
El edificio era agradable; en las paredes
del patio habían pintados personajes de caricaturas y películas que a Jesica le
encantaban, en el suelo tenían pintados algunos juegos, las paredes de los
salones eran de colores llamativos y en las puertas, hechos con foami, estaba
escrito el grado y grupo acompañados de un personaje de película infantil. Lo
único que arruinaba el agradable edificio eran los niños llorones.
Jesica se dijo a sí misma que no hablaría
con ellos, le habían causado una pésima impresión. Los nervios fueron
desapareciendo poco a poco; miss Tania la llevó a su salón, donde conoció a la
que sería su profesora: Miss Paola, una mujer joven de cabello corto que siente
una profunda atracción hacía los gatos. Jesica se preguntó por qué las maestras
había que llamarlas Miss. Los sentaron por tamaños, Jesica era la tercera de la
segunda fila desde la puerta.
-Se van a ir parando, me van a decir sus
nombres, el de sus papis, a que se dedican y qué es lo que más les gusta hacer.
Empiezan de aquí. –dijo la maestra, que anotaba los nombres conforme los niños
se levantaban.
Algunos de los niños les invadían los
nervios y relevaban datos de más, o no decían nada en absoluto. Más pronto de
lo que creyó, llegó el turno de Jesica.
-Me llamo Jesica Ramos Hernández, -comenzó
con una sonrisa nerviosa en su rostro, -mi mamá se llama Anahí Hernández Castro
y mi papá Joaquín Ramos Avalos. No sé en qué trabajan, y lo que más me gusta es
ver la tele. –se sentó, sintiendo como los nervios liberaban su cuerpo.
Luego llegó la hora del descanso. Era
sorprendente la facilidad que algunas personas tienen para hacer amigos, ya había
grupos de niñas en el salón, y de niños organizando eventos deportivos con
botellas de plástico; por su parte Jesica agarró su lonchera y salió al patio.
Al principio pensó en sentarse en un lugar cualquiera a degustar su sándwich,
pero había algo que le molestaba de ver a tantos niños jugando y gritando,
quería estar sola y en silencio, y sabía que ese lugar no era el patio.
Buscó el lugar indicado, y lo encontró en el
estacionamiento de la escuela. Se sentó en la parte trasera, recargando su
espalda en la malla metálica que marcaba el final del territorio escolar,
afuera había una avenida por la cual circulaban muchos autos diariamente. Pero
el ruido de los autos no era tan molesto como el de niños gritando.
Sacó su sándwich y comenzó a comérselo. En
realidad, no sentía nada de hambre, los nervios habían espantado esa sensación
en su estómago.
-¿Tendrá una moneda para este viej…?
Jesica volteó la mirada a la calle, a un par
de metros de ella estaba un anciano sentado en la banqueta, estaba sucio y
acababa de pedirle una moneda a un hombre que vestía elegante, el cual lo
ignoró.
La niña iba a guardar su sándwich, pero tuvo
una idea mejor.
Se incorporó y se acercó al viejo, él la vio
acercarse por el rabillo del ojo, pero no le dio importancia. Jesica tenía
agarrado su sándwich con las dos manos, y pensaba cómo llamar la atención del
viejo.
Atravesó su pequeña mano por uno de los
huecos de la malla metálica y con su dedito tocó el hombro del anciano varias
veces. El anciano volteó, olía mal, tenía una barba larga y canosa al igual que
su cabello enmarañado, cubría su coronilla calva con una boina negra
descolorida, sus zapatos estaban rotos.
-¿Quiere comer de mi sándwich? –dijo Jesica
mirando al viejo a los ojos y con una sonrisa amistosa en su rostro.
El viejo miró a la niña con curiosidad,
tenía ojos grises como su cabello, luego miró el sándwich y asintió con la
cabeza. Jesica traspasó el alimento por la malla y se lo dio al anciano.
-Gracias. –dijo, mientras observaba el emparedado
medio comido en su mano.
-No hay de qué. –dijo y dio media vuelta
para ir por su lonchera por el jugo que no se había tomado. –También tengo un jugo,
¿lo quieres?
-Sí, por favor. –contestó el anciano. –Eres
muy gentil, niña. ¿Cómo te llamas?
-Jesica, ¿y tú? –le tendió el jugo de
manzana.
-Jesica, hacen falta más niñas como tú en
este mundo. Yo me llamo Alberto. Deseo que te vaya muy bien en tus estudios y
en la vida.
-¡No! –negó la niña algo molesta. –No me
gusta la escuela.
-¿Por qué no? – dijo Alberto mientras
destapaba el jugo. –La escuela es muy buena. Aprender a leer, escribir, es lo
mejor de la vida. -dio un sorbo al jugo- Aprender a leer es lo más magnifico que me ha
pasado.
-No quiero aprender a leer ni a escribir, yo
quiero irme a mi casa.
Alberto soltó una pequeña risita. Ya había
terminado de engullir el emparedado, y el jugo estaba a la mitad.
-Me acabas de recordar a una princesa que
también decía que no quería aprender a leer ni a escribir. –guardó silencio un
momento. -Jesica, ¿te gustan las historias de princesas?
-Si. Mi favorita es la Bella Durmiente.
-Está es una princesa diferente. Bueno, en
realidad nadie sabe con exactitud cómo pasaron las cosas. Fue hace mucho
tiempo, o tal vez, falta mucho tiempo para que suceda. No lo sé, mi memoria no
es lo que era antes.
Apresuró el jugo, cuando lo terminó dobló el
cartón vacío y lo guardó en un bolsillo de su pantalón para tirarlo más tarde
en un contenedor.
-El mundo la conoció como la princesa
Miroslava. No era la princesa más bella, ni sabía cantar, ni la escondieron de
una bruja. No. Ella nació y se crío en un castillo, que era el centro del reino
Elán. Cuando tuvo edad, el Rey mandó que le enseñaran a leer, a escribir, y
todas esas cosas importantes, pero la lección más importante se la impartiría
el rey. ¿Qué es lo que más te gusta hacer con tus papás? –interrumpió la
historia.
Jesica se lo pensó bien, llevando su pequeño
dedo índice a la comisura de los labios y mirando hacia arriba.
-No lo sé. Casi no estoy con mis papás.
-A Miroslava le gustaba la equitación.
-¿Qué es eso?
-Montar a caballo.
Jesica nunca había visto un caballo de
verdad, y le entró el deseo de montar uno, luego pensó: ¿por qué conformarse
con montar uno? Tendría mil caballos y los montaría a todos, todos los días.
-Miroslava era muy parecida a ti, incluso
recogió a una niña de la calle y fue como una hermana. Y también decía que no
le hacía falta leer ni escribir. Hasta que su padre le tendió una trampa para
que ella aprendiera la importancia del conocimiento.
-¿Qué trampa le puso?
-Llegó una mujer a hablar con el Rey,
pidiendo su ayuda. Una familia había llegado a sus tierras queriendo vivir en
ellas, pero ella había comprado esa tierra hace un par de años atrás. Y como
prueba llevaba el documento que lo avalaba. El Rey le mostró el documento a su
hija Miroslava, para que lo examinará y encontrará la falla.
-¿Y la encontró? ¿Qué era?
-No. Para la princesa solo era un pedazo de
papel con letras que no sabía interpretar. Más tarde llegó el padre de la
familia mostrando un documento parecido, y el Rey le encargó a Miroslava que le
dijera de quién era el terreno.
Pero la princesa no lo sabía, ambos se veían
igual, así que dijo que el terreno debía de ser para la mujer. El Rey le
preguntó por qué.
“Porque ella vino primero.
“No, dijo el Rey. ¿Ves la importancia de
saber leer? Este papel de aquí es falso, está mal escrito el nombre de nuestro
primer Rey. Escribieron Elán con el acento en la E. El terreno es de la familia
y no de la mujer.
“Así que se entregó el terreno a la familia.
-Y la princesa aprendió a leer. –dijo
Jesica.
-Y muchas cosas más. Es importante leer,
escribir, y saber muchas cosas más.
-¿En donde aprendió esa historia?
-Me parece que la leí… o la soñé. No lo recuerdo,
mi memoria no es lo que era antes. –volvió a decir.
-¿Ahí termina la historia de la princesa?
-No, después de aprender a leer hizo muchas
cosas más, pero siempre acompañada de un libro.
-¡Que ya se metan! –gritaron varias niñas
desde la puerta del salón dando fin al receso.
Jesica
se despidió del anciano, algo dentro de ella había cambiado, quería saber más
acerca de la princesa, tal vez buscando en los libros encontraría su historia,
pero primero tendría que aprender a leer y era lo que no quería.
-Mañana vendré con otro sándwich y jugo.
-Ve y estudia. –dijo Alberto.
Y Jesica volvió a su salón.
Cuando regresó a casa su abuela le preguntó
cómo le había ido, le dijo que bien, seguido le comentó que se había hecho de
un amigo que cuenta historias.
-¿Cómo se llama?
-Alberto.
-Que bien, mi vida. –contestó su abuela.
2. EL
VIAJE DE DAPHNE
-Vida era un importante guerrero que se
enamoró de una hermosa y joven doncella, llamada Muerte. –comenzó a explicar
Alberto.
La vida de la princesa había cambiado mucho
desde entonces, había viajado, ayudado a su padre con el reino, e incluso ayudó
a una anciana pareja de gnomos que vivía en una esférica roca hueca, a la mitad
de un bosque a las afueras del reino.
Jesica había dado solo una mordida a la
mitad de su sándwich, el jugo se lo había dado a Alberto.
Ahora la vida de la princesa estaba en
peligro y la única que podía ayudarla era su amiga Daphne, la niña que recogió
de la calle hacía muchos años atrás.
-Ambos eran muy felices juntos. Hasta que un
día Vida fue llamado por un importante sabio llamado Tiempo. Él le dijo que se
alejara de Muerte, pues no debían estar juntos; pero Vida se negó y no escuchó
las razones del sabio.
“Entonces Tiempo llamó a una amiga que le
ayudaría. Luna llegó y le mostró a Vida porque no podía estar con su amada.
Jesica terminó su sándwich, y permaneció en
silencio para que su amigo continuara con la historia.
-Luna le mostró al guerrero que, cada vez
que estaba con Muerte, cosas terribles pasaban en el mundo; paradojas,
desequilibrios. Toda la existencia estaba en peligro si ambos continuaban
juntos. Le mostró un futuro donde ambos amantes permanecían juntos, y era
devastador. Solo ellos dos, en una vorágine de caos y destrucción.
“Vida regresó en sí, llorando por lo que
acaba de ver. Era su deber alejarse de Muerte para evitar un mal mayor.
“Fue a buscar a su amada, le explicó lo
sucedido, y, con lágrimas en los ojos, se despidieron. Y dicen que Muerte lloró
tanto en la cima de la colina por su amado, que de su llanto en la tierra nació
una rosa de pétalos azules cubierta de numerosas espinas; misma rosa que
ayudaría a Daphne a salvar a Miroslava.
“La rosa crece cada noche y marchita al
amanecer.
-¿Y Vida ya no volvió a ver a Muerte?
–preguntó Jesica.
-Se dice que Vida prometió volver a verla.
Pero una profecía dicta que llegará el momento en que ninguno de los dos pueda
soportar más el dolor de estar separados y correrán uno a los brazos del otro, mostrándose
el amor que sintieron todos estos años. Ese día será el fin para nosotros, y
para ellos.
-¿Entonces Daphne debe ir por la rosa?
-Así es. La llaman La Rosa del Fin de los
Tiempos. Ultimo que quedará en la creación.
Un perro labrador negro se acercó al
vagabundo; estaba delgado, sucio y tenía una mirada vidriosa. El vagabundo
golpeó su pierna con la palma de la mano y el perro se acercó.
-¿Tienes hambre, amigo? –preguntó al animal
mientras lo acariciaba.
-¿Por qué le hablas cómo si fuera una
persona? Es un perro.
-Por fuera es un perro, por dentro es alma
errante igual que tú y yo. Él también siente hambre y amor, igual que lo siente
un robot o un amigo. Igual que tú y yo.
-Yo no soy un alma errante, soy una niña.
-Todos nacemos como almas errantes, Jess,
dejamos de serlo cuando encontramos el porqué de nuestras vidas, y vamos detrás
de ese objetivo.
El perro olisqueó las manos del vagabundo,
meneando la cola con felicidad, pues su hambre había desaparecido por un
instante, sentía gratitud hacía el hombre que lo acariciaba y que no lo
ignoraba como el resto de personas.
Alberto deseó tener un poco de comida para
su amiguito; pero no tenía ni una migaja de lo que fuera el sándwich de Jesica.
Se acercó al oído del perro y le dijo:
-Más adelante hay una carnicería, estoy
seguro de que, si te sientas cerca de la entrada, un alma pura te dará un pedazo
de carne.
El perro meneó aún más su cola, con gratitud
lamió el rostro del vagabundo que comenzó a reír por la extraña sensación que
tenía al sentir su lengua, y el perro se fue en dirección a la carnicería.
La niña había visto todo aquello, y comenzó
a ver a su amigo como una clase de mago que podía hablar con los animales.
-Es terrible. –dijo su amigo.
-¿Qué es terrible?
-Cómo almas puras sufren sin razón. Aquel
amigo fue traicionado, y su destino es incierto.
-Hay muchos perros en la calle. –aseguró la
niña.
-Y también muchas personas que los ignoran y
muy pocas que les prestan atención: hay maldad en este mundo, niña. Desde
torres que quieren ver arder el cielo, personas que fabrican cosas para matar a
más seres humanos; dioses al otro lado del universo dispuestos a acabar con
este mundo. La maldad es infinita y va ganando la batalla.
Jesica ya no sabía de qué hablaba su amigo,
se lo iba a preguntar, pero sus compañeras de clase gritaron desde la puerta
del salón dando fin al recreo. Guardó el cartón de jugo en su lonchera, junto
con la servilleta que envolvió el emparedado y se incorporó.
Sentía un hueco en el estómago, era viernes,
lo que significaba que vería a Alberto hasta el lunes.
El vagabundo supo leer la expresión de la
niña, y le dijo:
-No te preocupes, estaré bien. Son solo dos
días.
-Pero…
-El lunes te contaré el viaje de Daphne
hacía la rosa azul.
La niña intentó dibujar una sonrisa en su
rostro, pero no pudo, continuaba triste. Las niñas volvieron a gritar para que
el resto de niños volvieran a sus salones.
-Anda. Hasta el lunes. –terminó el
vagabundo. La niña regresó al salón, triste, con un nudo en la garganta.
Aquel día su madre descansó del trabajo y
pudo ir por ella, comenzaba a llover por lo que llevaba un pequeño paraguas
rosa para su hija. Jesica corrió hacía su madre, la abrazó, y se olvidó de la
mala sensación que la molestaba.
Más tarde, en su casa, se preguntó si
Alberto tenía en dónde protegerse de la lluvia.
Alberto caminaba por la calle, mientras
diluviaba sin piedad. Se sentía débil, su estómago rugió y su cuerpo temblaba
debido al frio; se detuvo debajo de una cornisa de un local de pinturas, ya
estaba cerrada así que no habría nadie que lo molestara.
Comenzó a toser, primero fue una tos débil,
luego se tornó agresiva al punto que su garganta resultó lastimada, escupió lo
que había provocado el escozor en la garganta, lo observó y negó con la cabeza.
No podía ser, aún no.
Se dejó caer al suelo, con la espalda
apoyada sobre la fría pared, donde la lluvia no podía alcanzarle, cerró los
ojos y se quedó dormido.
La lluvia fue limpiando el coagulo de sangre
que el vagabundo había escupido, al amanecer no habría rastro de él.
3.
RECUERDOS
Llegó por fin el lunes, pues para Jesica el
fin de semana le había parecido eterno. Se vistió de prisa con su uniforme
limpio, poco a poco el aroma a nuevo se iba desvaneciendo o ella se
acostumbraba a él, desayunó y le pidió a su abuela que le prepara dos tortas de
jamón, le pusiera dos jugos y dos gelatinas de limón, cuando la abuela Martha
le preguntó la razón, la niña contestó que quería compartirlo con su amigo
Alberto.
Salieron de la casa hacía la escuela, Jesica
estaba emocionada, quería saber de su amigo después de tantos días, y poder
compartir con él el desayuno.
Entró a la escuela, a los diez minutos de
empezada la clase pidió permiso para salir al baño, al salir del salón se
dirigió al estacionamiento donde siempre se reunía con Alberto, pero él no
estaba ahí, así que regresó al salón.
Tuvo que esperar, muy ansiosa, a la hora del
recreo. Se preguntó por qué se le llamaba la hora del recreo, si solo eran como
veinte minutos, la escuela era una mentira total.
Agarró su lonchera y salió del salón en
dirección al estacionamiento. Ahí estaba su amigo esperándola.
Estaba sentado al sol, un joven había pasado
y lo ignoró cuando el vagabundo le pidió una moneda.
-Ya llegué. –dijo alegremente la niña,
realmente feliz.
-Hola, Jesica. –contestó Alberto, también
feliz de poder estar de nuevo con la niña. -¿Ya estas lista para saber qué pasa
con la princesa?
Jesica asintió con la cabeza; dejó la
lonchera en el suelo y sacó la torta que era para Alberto y el jugo. Él se lo
agradeció, la niña sacó su torta y le dio la primera mordida.
-¿Qué hacías cuando eras joven? –preguntó la
niña casi sin querer.
Alberto se quedó pensando en la pregunta de
la niña. Era normal que sintiera curiosidad.
-Yo cuidaba un lugar importante, muy
importante. Un templo de saber lleno de libros y conocimiento.
-¿Ahí leíste de la princesa?
-Creo que sí.
-¿Y por qué ya no trabajas ahí?
Alberto recordó, hacía mucho que no pensaba
en aquellos días. Siempre que recordaba se sentía de nuevo ahí, en ese tiempo,
y sentía exactamente lo mismo…
Dolor, pena…
Corría, llevaba varios viejos libros en los
brazos, intentaba ponerlos en un lugar seguro. Algo que él no podía controlar
se volvió en su contra: la lluvia.
La biblioteca se estaba inundando y los
libros estaban en peligro. No logró salvarlos, muchos se perdieron y se le
culpó por ello. Lo despidieron, ese fue el principio de sus desgracias.
La niña, al ver la expresión sombría en el
rostro de su amigo, decidió no insistir y cambió de pregunta:
-¿Qué pasó con la princesa?
Alberto dio la primera mordida a la torta,
hacía días que no probaba alimento, y aquello, aunque solo fuera una simple
torta de jamón con crema, le pareció un manjar del Valhala.
-Bien. Ya te conté la historia de la Rosa.
–pensó un momento en el modo que continuaría su historia. –Después de escuchar
la historia de Vida y Muerte, Daphne salió de la cabaña de la bruja, y fue en
busca de su caballo que la llevaría hacía donde se encontraba la rosa.
Una nube cubrió el sol, los minutos pasaron,
los pajaritos cantaban desde sus nidos y el día adquirió nuevos matices.
Jesica imaginaba la historia, no lograba ver
en su mente el rostro de Daphne, pero la imaginaba hermosa, de cabellos
castaños, ondulándose por el viento que golpeaba su rostro.
-Entonces la alcanzó. –dijo Alberto. –Un
estruendoso ruido asustó a Daphne, miró atrás, pero el mar de nubes grises no
le permitía ver si el Capitán estaba lejos; el globo aerostático se meneó en el
aire que comenzó a soplar con más y más fuerza. Un nuevo ruido la paralizó, y
de la pantalla gris emergió el navío aéreo del Capitán. Sus tripulantes
cargaban los cañones y apuntaban al globo, querían derribarla. Las balas
pasaban a los costados del globo aerostático. El Capitán había jurado proteger
a la Rosa, y cumpliría su promesa de un modo u otro.
La niña se había perdido en la historia,
miraba fijamente a Alberto, pero su mente estaba con Daphne en su globo
aerostático, sintiendo el aire frio, y viendo acercarse a sus espaldas el navío
volador.
-Una bala dio en el globo. Comenzó con
perder altura, y descender; el Capitán reía, mientras veía a Daphne
desaparecer.
-Él quería la Rosa. –aseguró la niña.
-No, Jesica, el Capitán era más bien un
guardián de la Rosa.
-Oh. ¿Y qué pasó con Daphne?
-El globo fue bajando, perdiéndose entre las
nubes; pronto la gris neblina lo cubrió todo, estuvo a punto de chocar contra
una cumbre nevada, se sujetaba fuertemente para no caer, mientras se lamentaba
por haber estado tan cerca. Ya casi no tenía tiempo.
La niña pensaba en una montaña cubierta de
nieve y se percató que, en ese lugar donde vivía, jamás había visto caer nieve.
-¿Has visto nieve?
-Claro que sí, Jesica. Es una sensación
placentera y bella, el ver caer la nieve y cubrirlo todo, es como ver a la
persona que está destinada a estar a tu lado llegar para quedarse. –Alberto
había comenzado a navegar en sus recuerdos, el rostro de una mujer hermosa,
cuyos cabellos se mecían con el aire de invierno y su piel tan blanca como la
nieve que cae del cielo. Suspiró, y casi sin darse cuenta dijo: -Daniela.
-¿Quién es Daniela?
Los niños gritaron dando fin a la hora del
receso. Las palabras de la niña quedaron flotando en el aire, Alberto tenía la
mirada fija hacía adelante, mirando sin mirar a ninguna parte, absorto en sus
pensamientos. Jesica se despidió de su amigo, que había quedado atrapado, de
nuevo, en las redes de la melancolía del pasado. Se despidió de su amiguita y
se levantó de la banqueta para caminar hacia ninguna parte.
El cielo era gris oscuro, la tarde llegaba a
su fin, mientras que Daniela buscaba las llaves del departamento en su bolso.
Alberto le brindó las suyas y Daniela, con una sonrisa, las recogió y abrió la
puerta.
Por aquel tiempo nadie se imaginaba que el
mundo estaba a punto de cambiar, pasaríamos de ser hombres libres a ser
esclavos de pequeños y delgados aparatos electrónicos. Daniela encendió el
televisor, dueño del tiempo de ocio de los hombres de aquel tiempo, Alberto,
por otro lado, fue a la recamara, se recostó en la cama y abrió su libro.
Si le hubiesen preguntado en aquel tiempo si
era feliz, habría contestado que sí, lo era. Tenía un trabajo donde trataba con
libros, una joven y bella esposa que lo quería con la misma intensidad que él a
ella, un departamento, y tiempo libre para pasar con Daniela.
-Alberto, mira. –gritó Daniela.
Él fue corriendo a su lado, Daniela abría la
ventana, y observaba a través de ella con gran asombro.
Pequeños copos de nieve descendían del cielo
plomizo, ella los miraba con asombro mientras que Alberto sintió latir más
deprisa su corazón, luego se dio cuenta que en realidad no estaba viendo los
copos de nieve: miraba a Daniela feliz, y eso a él le provocaba una felicidad
que, consideraba, las personas no tienen permitido sentir.
4.
UN REGALO
Una tarde Jesica se percató
que deseaba estar en la escuela. Veía las manecillas del reloj moverse
lentamente, cosa que le parecía injusta. ¿Por qué el tiempo pasa tan lento con
cosas aburridas y tan rápido cuando estaba escuchando las historias de Alberto?
Un trueno la hizo estremecerse, seguido del
ruido de la lluvia estrellándose contra los vidrios de las ventanas. Comenzó a
sentir preocupación. ¿Dónde estaría Alberto?
Sabía que su amigo no tenía casa, ni
familia, ni nada que comer. ¿Entonces dónde pasaba el tiempo cuando no estaba
con ella?
La abuela Martha estaba en la cocina
preparando un atole de guayaba, hasta su habitación le llegaba el aroma,
mientras que en la pequeña pantalla veía un programa de supuestos problemas de
personas y cómo lidiaban con ellos.
Se acercó a la ventana y vio la lluvia caer;
la abrió un poco y sintió el aire frio golpeando su pequeño rostro. Cerró la
ventana y fue a la habitación de sus padres que estaba perfectamente recogida,
gracias a la abuela. Abrió el closet, buscó entre la ropa de su papá, una pila
de ropa cayó al suelo y a Jesica no le importó.
Encontró lo que estaba buscando, lo dobló
cómo Dios le dio a entender y lo metió en su mochila. Acto seguido regresó al
closet, acomodó lo mejor que pudo la ropa de su papá y cerró el closet.
Por la mañana caía una ligera brisa fría.
Jesica pensó que era la ocasión perfecta para darle su regalo a Alberto.
Esperó, esta vez con más paciencia, el momento del receso; cuando por fin
llegó, salió corriendo del salón con el regalo en una mano y su lunch en la
otra.
Ahí estaba Alberto, esperándola. Jesica
notó, al momento de saludarlo, que su amigo se veía muy mal, no sabía bien por
qué. Se le notaba enfermo.
-Mira lo que te traje. –le arrojó el suéter
de su papá sobre la malla metálica.
-Gracias. –contestó Alberto con una sonrisa,
pero Jesica vio que le faltaba algo en esa sonrisa que lo caracterizaba, quizá
falta de alegría.
Le tendió el desayuno y Alberto continuó la
historia del viaje de Daphne.
Le contó cómo se abrió paso entre las
montañas nevadas, hasta llegar a las enormes puertas de piedra que eran la
entrada al inframundo, ahí estaba la Rosa del Fin de los Tiempos.
Jesica le pidió a su amigo que se detuviera.
Por alguna razón ese día no estaba disfrutando de la historia, le faltaba
vivacidad, alegría, chispa. Algo que hiciera más por la historia que la
historia misma. La voz con humor de Alberto, el énfasis con el que hablaba y
relataba los acontecimientos.
-¿Qué sucede, Jess? –preguntó Alberto y la
miro a los ojos. Jesica notó tristeza en esos ojos grises.
Le había agradecido por el suéter verde de
su padre, se lo puso y comió el desayuno de Jesica, sin embargo, irradiaba
tristeza, y algo más que la niña no lograba descifrar, quizá porque era muy
joven para verlo o porque se negaba a creerlo.
-Ya casi termina la historia. ¿Qué sucede?
-No, nada. –contestó Jesica y miró al suelo.
Alberto notó también el extraño
comportamiento de su querida amiga. Para ser sincero consigo mismo se sentía
muy mal; estaba más delgado de lo normal, y con mucha fuerza de voluntad
lograba controlar los ataques de tos frente a Jesica, ataques que siempre
terminaban con una masa gelatinosa y roja en el suelo.
Explicó un par de cosas con relación a la
historia y poco después el receso llegó a su fin.
Jesica recogió la basura y la guardó en su
lonchera, vio a su amigo vistiendo el suéter de su papá y se despidió de su
amigo. Él vio como la niña se iba, y le gritó:
-Quizá mañana termine la historia.
Jesica asintió. Su corazón de niña fue
invadido por una extraña sensación que desconocía y comenzó a atormentarla:
tristeza.
Sintió que aquellas palabras eran más bien
una despedida de su amigo.
5.
ACCIDENTE
Las clases llegaron a su fin.
Jesica no podía creer lo mucho que su vida
había cambiado en un par de semanas, cómo descubrió que las historias le
gustaban, y como un amigo había llenado el vacío que su familia había dejado.
Caminaba de la mano de la abuela Martha de
regreso a casa. Comenzaron a caer enormes gotas de lluvia.
-Qué bueno que traje mi paraguas, en las
noticias habían dicho que llovería temprano. –dijo la abuela abriendo su
paraguas.
Jesica no le prestaba atención en lo más
mínimo. Estaba triste, y no sabía qué hacer para alejar ese malestar de su
corazón.
Debería ser un crimen altamente castigo el
permitir que una niña tan pequeña sienta esa clase de emoción.
Llegaron a casa, se cambió el uniforme y
bajó a la cocina a comer. Mientras lo hacía volteó la mirada a la ventana, y se
preguntó si su amigo estaría bien en la calle.
Alberto sufrió un ataque de tos que terminó,
como ya era costumbre, con la expulsión de algo rojo y viscoso; llevaba puesto
su nuevo suéter y se sentía más caliente que cuando llevaba solo su viejo
abrigo café.
Se refugió debajo de una marquesina, sin
embargo, el aire frio le daba de lleno en el rostro, lo que hacía que al
respirarlo le vinieran nuevos ataques de tos.
Su estómago gruñó, comenzaba a sentir hambre
otra vez. Revisó en sus bolsillos, sacó varias monedas de un peso y cincuenta
centavos, las contó y se sintió agradecido con Dios al descubrir que le
alcanzaba perfectamente para un pan de dulce o dos piezas de pan de blanco.
Era un verdadero problema entrar a las
tiendas, las personas se le quedaban viendo de manera rara, casi como si él
fuera un ladrón o un criminal, a pesar de que todos sabían que su único crimen
era vivir en la calle.
Tomó las tres piezas de pan de una caja de
cartón, las pagó y salió lo más pronto posible de la tienda. Volvió debajo de
la marquesina y engulló con desesperación las piezas de pan. Cuando terminó
comenzó a llorar. La vida era tan cruel.
Recordó la última vez que vio a Daniela, la
última vez que durmió en una cama, bajo un techo que era suyo, y las últimas
comidas calientes que disfrutó en un plato, sin contar los desayunos que le
llevaba Jesica.
Jesica.
Ella había sido una nueva luz en su vida,
justo cuando las cosas parecían peor, una niña que odiaba la escuela le llenó
de felicidad.
Estaba tan agradecido con la niña que deseó
haberla conocido en otras circunstancias.
Una vez la siguió cuando salió de la
escuela, sabía donde vivía. Pensaba a veces en ir a visitarla, aunque no lo
hacía porque sabía que no sería bienvenido, él era un vagabundo y seguramente
la niña recibiría un gran castigo por tratar con él.
La tarde había pasado demasiado pronto, el
cielo había perdido luz y la lluvia no mostraba interés en detenerse.
Se puso de pie, se acomodó el abrigo y
camino en dirección a la casa de Jesica, motivado por una fuerza que
desconocía.
Los padres de Jesica aún no regresaban del
trabajo, la abuela Martha estaba en la sala durmiendo en un sillón frente al
televisor, y Jesica estaba arropándose para dormirse.
De pronto sintió la necesidad de ver por la
ventana, se incorporó de la cama y fue a la ventana. Ahí estaba, justo del otro
lado de la calle, su amigo Alberto. Se vieron y la niña le hizo señas para que
se acercara a la entrada de la casa, salió corriendo del cuarto, bajó las
escaleras y escuchó los ronquidos de su abuela, abrió silenciosamente la
puerta. Mojado y escurriendo de agua, Jesica hizo que Alberto pasara, a pesar
de las negativas de Alberto. Lo condujo silenciosamente por la casa hasta su
cuarto.
-¿Ya te preparabas para dormir?
-Sí.
-Solo quería saber si estabas bien, creo que
será mejor que me vaya.
-No, no. –Jesica corrió a la puerta e
impidió que Alberto saliera. –Mejor termina de contarme la historia.
La niña no dejo que Alberto respondiera,
corrió de vuelta a su cama, se cobijó y miró a su amigo con una sonrisa llena
de emoción. Sus padres jamás le contaban historias o le leían libros antes de
dormir como en las películas.
-Está bien. ¿En dónde nos quedamos?
-En que llegó a las puertas del inframundo.
-Oh, es verdad. Bien, las puertas se
abrieron a su paso, y dentro no encontró nada que no fuera oscuridad…
<<
Encendió la pequeña lámpara que la bruja le había dado e iluminó un sendero de
grava gris, escuchaba lamentos y suplicas a lo lejos. El camino subía por una
colina, la cual siguió.
Unos pasos acompañaban a los suyos, volteó
la vista y vio el rostro del Capitán, corrió, alejándose de él, pero él la
seguía. Daphne llegó a la cima de la colina y vio más colinas más allá, las
última de ellas era coronada por una hermosa rosa color azul, llena de espinas
que cubrían el sendero y el resto de la colina.
La bruja que le habló de la Rosa le dijo que
cuando la alcanzara, su petición se haría realidad y la princesa Miroslava
volvería a despertar.
Pero el Capitán iba detrás de ella,
pisándole los talones>>.
La abuela Martha despertó al momento que en
la televisión comenzó un comercial más escandaloso que el resto. Se talló los
ojos con los dorsos de las manos, tratando de quitar el escozor. Se levantó
para ir al baño, pero escuchó una voz, una especialmente grave que provenía de
la habitación de su nieta Jesica.
Subió las escaleras lentamente,
sosteniéndose del barandal de madera. Prestaba atención a la voz, aún no era
hora para que su hija y su yerno llegara. Además, sabría reconocer la voz del
papá de Jesica.
Se acercó, casi de puntitas a la puerta de
la habitación de Jesica. Giró lentamente el pomo de la puerta y espió en la
habitación. Vio al vagabundo sentado en la orilla de la cama.
Un fuerte sentimiento de peligro y de
protección invadió el cuerpo de la abuela Martha. Entró en la habitación, hecha
un manojo de nervios y se abalanzó sobre Alberto. Él se levantó de la cama y se
cubrió el rostro de las cachetadas y golpes que la señora quería darle.
-Tranquilícese, señora. –intentaba decir
Alberto.
Pero la señora continuaba golpeándole y
gritando. Pronto le hizo dar un paso hacia atrás, luego le hizo salir a punta
de golpes en el rostro, de la habitación, la niña se incorporó de la cama,
queriendo ayudar a su amigo y tranquilizar a su abuela. Alberto dio un paso
hacia atrás, pero el piso había desaparecido y cayó de espaldas sobre las
escaleras hacia el piso de abajo.
-No, abuela. Él es mi amigo. -Gritó la niña
con lágrimas en los ojos.
Alberto rodó por las escaleras, y ya estando
abajo no volvió a levantarse. La abuela Martha se cubrió la boca, asustada más
de que el hombre no se levantara que del peligro que para ella representaba. La
puerta se abrió, era la madre de Jesica que vio a Alberto tirado en el suelo, a
su mamá y a su hija arriba de la escalera.
-¿Qué paso aquí? –preguntó la madre de
Jesica.
Jesica lloraba, bajó las escaleras y se
hincó al lado de su amigo.
-Él es mi amigo, él es mi amigo. –repetía
incesantemente.
La abuela Martha se acercó a la niña y le
ordenó que regresara a su habitación. Mientras le pedía ayuda a su hija para
subir al vagabundo al auto para llevarlo al hospital.
Jesica lloraba, abrazando su almohada,
cuando la abuela entró en su habitación y le dijo:
-Lo llevaremos al hospital, no te preocupes.
Sin embargo, una lágrima rodó por su
mejilla, temiendo haber cometido un grave error. La niña vio el auto de su mamá
arrancar y desaparecer en la esquina.
La lluvia aún no había cesado. Jesica se
acostó de nuevo e intentó quedarse dormida, pero la preocupación no la dejaba
conciliar el sueño.
Llegaron al hospital, donde transportaron al
vagabundo en una camilla y lo internaron.
6.
ALCANZANDO LA ROSA DEL FIN DE LOS TIEMPOS
Jesica
sintió el borde de su cama sumirse por el peso de alguien que se sentaba. Un
rayo iluminó la habitación de la niña; abrió los ojos y vio a Alberto sentado a
su lado.
-¿Estas bien? –preguntó mientras se sentaba
tan rápido como pudo, sorprendida.
-Sí, mi niña. No te preocupes por mí. Vine a
acabar de contarte la historia.
Jesica asintió y se recostó en la cama
nuevamente, llena de preguntas.
-Daphne continuó corriendo, y el Capitán iba
en pos de ella. Descendieron por la colina y subieron a la próxima, así hasta
llegar a la colina cubierta de las espinas de la Rosa del Fin de los Tiempos.
Otro rayo iluminó la habitación. Jesica
comenzó a sentir un escozor en los ojos, los parpados le pesaban.
-Las espinas se clavaban en las piernas de
Daphne, provocándole heridas que sangraban. Subió, muy lentamente por la
colina; las espinas rasgaron la piel de sus brazos, de sus manos, y de su
cuerpo. El Capitán estaba detrás de ella, subiendo, sintiendo las espinas en su
piel, a punto de alcanzarla.
La niña se estaba quedando dormida.
-La Rosa estaba a escasos centímetros de la
mano de Daphne, cuando sintió que el Capitán la jalaba hacía sí de su cabello;
ella gritó. Pero se estiró un poco más, sintiendo que la sangre de su cuerpo la
abandonaba. El Capitán la jaló con más fuerza, pero Daphne hizo un último
esfuerzo, reunió todas sus fuerzas y pensó en Miroslava y en todo el cariño que
sentía por ella. Daphne sintió el terciopelo de uno de los pétalos en dos dedos
de su mano y el tiempo se detuvo.
Jesica tenía los ojos cerrados, casi
dormida, aunque seguía escuchando las palabras de Alberto, sabía que en
cualquier momento quedaría dormida.
-La
sangre de Daphne había escapado de su cuerpo. Y se quedó quieta, inconsciente.
Poco tiempo pasó hasta que quedó muerta entre las espinas de la Rosa. Una
última lágrima rodó por su mejilla y se perdió entre las espinas.
Jesica se había quedado dormida por fin.
Alberto se incorporó de la cama y salió de la habitación. Bajó lentamente las
escaleras y desapareció.
La puerta se abrió, era la abuela Martha y
la mamá de Jesica. Subieron a la habitación de la niña, la encontraron dormida
y cerraron la puerta, llorando.
A la
mañana siguiente Jesica despertó y se percató de algo inusual en la ventana. Un
extraño resplandor blanco que lo bañaba todo.
Corrió a la ventana y vio con asombro que todo
estaba cubierto de nieve, y del cielo continuaban cayendo copos de nieve. Salió
corriendo de su habitación, brinco descendiendo de tres en tres los peldaños de
la escalera, abrió la puerta y sintió el frío por todo su cuerpo, mientras una
felicidad llenaba su joven corazón.
De pronto escuchó una voz lejana que le
relataban el triste final de la historia de Miroslava. Buscó en todas partes,
deseando encontrarse con aquella mirada grisácea y la voz enmudeció.
A lo lejos, al final de la calle, vio que
alguien desaparecía, no estaba segura de que fuera Alberto o una ilusión; de lo
que sí estaba segura es que tenía enormes alas blancas y que voló al
cielo.
<<Miroslava
despertó en su aposento, sintiendo un extraño vacío en su corazón, como si
hubiera perdido a alguien muy importante en su vida>>.
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