A sus oídos llegaban dos melodías.
La primera no le era extraña, se trataba de la música del mar que, con suma
insistencia, arremetía sus olas contra la playa y los altos riscos de piedra; la
segunda era, más bien, triste, melancólica, con ciertos toques de dolor y a
pesar de lo antes dicho, no dejaba de ser una hermosa melodía.
Corrió hacia dónde provenía aquella
extraña voz triste, pasó frente al gran faro de piedra negra, corrió a través
de la playa hasta que, por fin, encontró a la dueña de aquella voz.
Su cabello era largo y negro y
estaba húmedo, pegado a su tierna piel que, en ciertas partes, estaba cubierta
de escamas. Sus ojos eran grandes, oscuros, y brillantes, tristes igual que la
canción que con tanto sentimiento, no se cansaba de cantar. También tenía una
larga aleta en lugar de piernas que doblaba su tamaño.
Vio que de sus preciosos ojos caían
lágrimas, esto, acompañado con la canción, hizo que el joven compartiera la
misma tristeza que la Sirena.
-¿Qué te sucede? –le preguntó. –Tu canción
es tan triste, y tus lagrimas hace que mi corazón se llene de la misma pena de
la cual, con tanto afán, cantas. –hizo una pausa. –Dime: ¿Qué te sucede?
La sirena volteó la mirada y vio al
joven que le cuestionaba. Estaba perpleja, no sabía si era prudente
intercambiar palabra con él. Pero ya no tenía opción dada su situación.
-Estoy triste porque ya no volveré
a ver a mis padres, ni a mis hermanos, no volveré a jugar en las olas, ni veré
de nuevo mi ciudad.
Y rompió a llorar.
El joven, que había quedado cautivado
por la belleza de la sirena, le preguntó:
-¿Puedo ayudarte a regresar a tu
hogar?
-No.
-Pero no me gusta verte triste,
necesito ayudarte.
Los tiempos han cambiado, o quizá,
el hombre es quien ha cambiado. En aquellos días el capricho no era más que capricho,
y el amor era, sencillamente, amor. Jamás se confundían ni mucho menos se
mezclaban. Y el joven sabía que, en su corazón, había comenzado a arder la
llama del amor por la sirena. No necesitaba explicación, lo sabía, lo sentía, y
lo aceptaba.
-Aunque quiero no puedo volver. Mi
padre siempre nos advirtió de las consecuencias de nadar cerca del Faro Negro;
le desobedecí, la curiosidad pudo más. Por mis actos fui desterrada al mundo de
los hombres, lejos del mar que tanto quiero, y de mi familia.
Y comenzó a cantar de nuevo una melodía
llena de melancolía y el corazón del joven se llenó de tristeza. Resuelto a
ayudarla, volvió a insistir:
-Debe haber algo que yo pueda hacer
por ti,
-El único modo en que pueda
sobrevivir es adaptándome a la vida de fuera del mar.
El tono en sus palabras era triste.
Ella le explicó lo que tenían que
hacer para que pudiera quedarse en el mundo terrestre. El joven cortó la palma
de su mano y le dio de beber unas gotas de su sangre.
Poco a poco su apariencia fue
cambiando; sus escamas desaparecían mientras al unísono su cola se trasformaba
en un par de piernas humanas.
Le ayudó, con mucho esfuerzo, a
ponerse de pie, era un verdadero milagro que diera dos pasos seguidos sin caer
de nuevo en la arena de la playa.
Al ver el joven que, la ahora bella
dama, carecía de fuerza suficiente en sus nuevas piernas para caminar, la llevó
cargando hasta su casa.
Además del hecho de no poder
caminar, su cuerpo resultó ser enfermizo, por lo que los siguientes tres meses
permaneció la mayor parte del tiempo en cama.
Los pocos días que no estaba en el
lecho los pasaba sentada en una silla de ruedas, contemplando con melancolía el
infinito mar, que tenía sus fronteras hasta el atardecer.
Uno de aquellos días en los que la
mujer observaba el mar, el joven llegó, se incoó ante ella y le mostró una
sortija coronada por una perla rosada y acompañada de una proposición.
Ella no era ajena a todo ese
ritual, al que aceptó en seguida, y por primera vez desde que salió del mar
sintió una verdadera y pura felicidad.
Los años pasaron y su salud
continuó con altibajos, sin embargo, ello no afectaba a la pareja, ya se
mostraban como los más felices del mundo. Cualquier momento era ideal para
mostrarse el amor que se tenían, en veces él llegaba con regalos o con
propuestas locas para salir.
Al cumplir el lustro de casados su
salud recayó de nuevo. Cayó en cama nuevamente, esta vez sin esperanzas de que
saliera de ella.
-El mundo, debo decirte –le dijo-,
no tenía ningún sentido hasta que escuché tu canción tan triste.
Ella le tomó la mano, ya no tenía
fuerzas y su piel se notaba pálida y su belleza opacada por la alta fiebre.
-A veces las personas salen a
buscar en las miradas de los demás aquella que los complemente; y yo, sin
buscar nada, encontré todo lo que me hacía falta en tu mirada. Y ahora tengo
que dejarte marchar contra mi voluntad. Sin pensarlo intercambiaría mi vida por
la tuya.
-Entonces yo me quedaría sin ti.
Ambos quedaron en silencio.
-Tengo miedo, -le confesó desde el
lecho-, a veces sueño con futuros terribles en los que la tierra y el mar arden
en fuegos de muerte… No quiero que nada malo te pase, quiero estar contigo para
siempre, aunque mi tiempo haya terminado ya.
Y así pasaron el resto de la noche declarándose
su amor y dolor, sus esperanzas muertas y el infinito vacío de ver a alguien
amado morir.
Después del deceso, su cuerpo fue
cremado y resguardado en una pequeña caja de madera. El ahora viudo subió hasta
el Faro Negro en un día gris y triste, como el día que la encontró en la playa,
y muy parecido al día que vio sus ojos extinguirse. Sintió el viento golpeando
su rostro, y dejó escapar las cenizas de su esposa amada.
El viento condujo las cenizas hacía
el mar, y por momentos percibió un nuevo canto, una bella canción.
¡Era su voz! Se decía. Cantaba
alabanzas de amor y felicidad, y más sirenas se unieron al canto. El ultimo
canto de una bella sirena.
Y el joven entendió que no solo en
el cielo yacen los ángeles, también habitan en el fondo del mar.
Impaktao 😐
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