lunes, 19 de marzo de 2018

El cazador




Para Zelzin.

I

   Faltaba poco para que se cumpliera un año de la desaparición de Zelzin. Una vez más, una brigada se dedicaba a colocar panfletos en los postes de luz con su fotografía en blanco y negro, una descripción de la joven, el último día que se le vio, y la ropa que traía puesta. Más abajo había tres diferentes números telefónicos a los cuales llamar si se tenía alguna información.  
   La madre de Zelzin colocó la nueva copia de la fotografía sobre una vieja a la que ya no era legible la información. Una lagrima rodó por su mejilla; no hay nada más intenso que el amor de una madre, ni desesperación más horrible que la falta de un hijo. El hermano de Zelzin vio a su madre desde la otra calle, corrió a su lado y la rodeó con sus brazos. Un rayo iluminó de blanco el cielo plomizo, un trueno le siguió y comenzó a llover.
   -Ya no puedo. –dijo entre sollozos la madre.
   La esperanza es lo último que muere, decían. Pero tras un año sin obtener resultados, con el miedo a flor de piel, sin indicios que la llevaran al paradero de su hija. Solo le quedaba una pizca de esperanza. Nadie podía regresarle el ánimo que tanto la caracterizaba; era como un muerto que salía a trabajar y regresaba a casa. A veces, cuando estaba sola, entraba a la habitación de Zelzin solo para sentir de nuevo un hueco en el estómago, el aroma de su hija también se había ido con el tiempo. La habitación llena de polvo seguía esperando a su ocupante.
   Dejó los brazos de su hijo, se secó las lágrimas y regresó a casa con su hijo.

II

   En aquel lugar de sombras y pesadillas el tiempo no existe, de hecho, jamás existió ni existirá. Nadie podía conocerlo del todo, tiende a cambiar dependiendo de quién esté dentro; la luz del sol es rechazada totalmente, es un lugar lejano, lejos, muy lejos, de nuestra realidad.
   Zelzin no se percató cuándo entró a ese limbo de pesadillas. Sus últimos recuerdos coherentes tenían que ver con un libro, números, y un parque.
   Se encontraba sentada en un quiosco en un parque llamado La Hoja, frente a ella tenía su libro de matemáticas; estudiaba lejos de las distracciones del mundo moderno, ahí dentro del parque no llega el ruido de los autos, ni el disturbio del suburbio, a sus oídos llegaban los cantos de los pájaros, una ardilla pasó corriendo detrás de ella, sin embargo, una no reparó en la presencia de la otra. Pasó la página.
   No sabía cuánto tiempo llevaba estudiando ahí dentro, el tiempo parecía ir más rápido cuando lo ocupas en cosas productivas. Cerró el libro un momento y revisó la hora. Fue en ese instante que sintió un oscuro cosquilleo en la nuca, su corazón latió más deprisa, y sintió en todo su cuerpo la inconfundible sensación del miedo.
   Alguien la miraba, estaba segura que era eso. Se peinó los cabellos de la nuca que se le habían erizado, y miró en todas direcciones en busca de alguien, pero se encontraba totalmente sola. Continuó su lectura, sin embargo, la sensación de ser observada no terminaba; era como si alguien desde la lejanía estudiara con curiosidad cada uno de sus movimientos, perseveró en su lectura, pero su mente comenzó a divagar, una alerta de peligro le advertía que se marchase lo más pronto y rápido posible. Haciendo caso de su instinto, recogió su libro y su libreta guardándolos en su mochila, y se dispuso a marcharse.
   El sendero se encontraba en total soledad, casi todo el tiempo estaba igual, salvo por las mañanas que el parque era frecuentado por deportistas. La salida estaba cerca, poco a poco el acogedor ruido del suburbio la fue recibiendo conforme se acercaba a la salida; caminó por el sendero con la vista fija al frente, temía voltear y dar por advertido a la amenaza de la que escapaba. El miedo comenzó a invadirla en sobre manera, sus pasos eran rápidos, casi trotaba.  
   Allá estaba la reja de la salida, y, cuando más cerca se la sintió, más alejada del peligro, decidió voltear la mirada y conocer a su agresor. Entre los árboles vio escabullirse una silueta negra, alta, delgada, sus brazos eran largos que casi arrastraban por el suelo y se escabullía encorvado hacía enfrente; Zelzin casi suelta un grito de horror al ver el único ojo de la sombra, justo en medio de la cabeza de este. Casi tropieza con sus propios pies al echarse a correr a la salida, olvidó por completo su mochila, así que la dejo caer al suelo; un instante de confusión le siguió. Se detuvo en seco, el sol que brilla alto en el cielo, caía a gran velocidad, dejando tras de sí una estela de luz cual cometa; el cielo se tornó anaranjado y violeta igual que un crepúsculo, y siguió la oscuridad. El firmamento se llenó de estrellas de constelaciones vistas pocas veces por los hombres, y quienes las vieron no vivieron para contarlo ni para darles nombre. Inmersa en la oscuridad, confundida, dudando de su cordura, volteó a ver de nuevo al extraño ser que se escondía detrás de los árboles, pero ni la silueta, ni la sensación de ser observada, estaban presentes.  

III

   El parque seguía siendo el mismo, el mismo sendero, los mismos árboles, casi todo era idéntico. Afuera la oscuridad dominaba, donde antes había una importante avenida que abría camino a innumerables transeúntes, ya no estaba; en su lugar quedó un vacío extraño e incómodo. Zelzin se sujetó de los barrotes y miró a través de ellos y se encontró cara a cara con la oscuridad, el vacío de las estrellas. Como si se tratara de una sola isla, una pequeña piedra vagando a la deriva del cosmos.
   No se lo creía, debía de haberse quedado dormida, esa era la explicación más lógica y razonable que daba sentido a todo aquello. Al cabo de un tiempo despertaría, de eso estaba segura, así que solo le quedaba continuar soñando.
   Regresó sobre sus pasos, le sorprendió lo tranquila que de pronto se sentía, ya no se sentía en peligro, ni observada. De lejos le llegó el ulular de unos búhos, criaturas hermosas incluso durante la noche y a la mitad de un bosque. Zelzin siempre fue amante de los lugares melancólicos y oscuros como ese. Continuó su recorrido, incluso la mochila ya no estaba en el suelo.
   Sobre el horizonte comenzó a salir la luna; está era grande y amarillenta, dejando de ser hermosa llegando a su cenit, ahora parecía una luna enferma y corrompida. Escuchó de nuevo a los búhos. La luz de la luna era escaza, Zelzin sacó su celular de la bolsa de su pantalón, revisó la hora, faltaban diez minutos para la media noche, cuando apenas unos minutos antes apenas serían las seis de la tarde, no tenía señal y encendió la lámpara, de pronto se sintió encerrada en una película o un videojuego de terror.
   Caminó entre los milenarios árboles, esperando a despertar de una vez, al parecer su pesadilla pasó a ser un sueño normal, le pareció escuchar música a lo lejos; una música divertida y llamativa, entre las ramas de los árboles se escabullían destellos de luces bailarinas, también percibió olor a comida; palomitas de maíz, hot-dogs, hamburguesas, banderillas. Y sobre todo eso escuchó risas, muchas risas, de niños y de adultos. Sintió, por alguna razón, que estaba a salvo.
   Corrió esquivando las ramas, las luces enfrente de ella se hacían más grandes; eran series de focos amarillos, anaranjados y rojos; entrelazados sobre los puestos de comida que rodeaban en círculo una enorme carpa de circo amarilla con franjas anaranjadas. De esta última provenían las risas. Sintió un nuevo escalofrió al ver que las personas que deberían de estar comprando y dirigiéndose a la entrada de la carpa, eran en realidad maniquíes totalmente blancos, tanto del cabello como de la ropa y zapatos. Eran estatuas congeladas en el tiempo y espacio, niños riendo, padres con expresiones felices, pero todos ellos eran una simulación. Una nueva ola de carcajadas brotó de la carpa. Ahí debe de haber personas, pensó, a pesar de la extraña decoración de afuera. 
   Incluso parecía que se le había olvidado todo lo extraño de la situación. Dirigió sus pasos a la entrada del circo, escuchaba murmullos y pequeñas risas, caminó entre los tenebrosos maniquíes; a pesar de que estaban inmóviles parecían esperar el momento indicado para moverse y atacarla.
   Escaleras con alfombra roja descendían al escenario; las butacas estaban llenas de maniquíes divertidos, la música sonaba fuerte, era la típica música de un circo. En el escenario estaba un payaso sobre un monociclo haciendo malabares con cuatro pelotas de colores al mismo tiempo, le daba la espalda a Zelzin, mientras que los maniquíes reían nuevamente. Comenzó a sentir de nuevo la sensación de estar en peligro, el payaso era el único en todo el circo que se movía, su ropa era de color, su cabello amarillo, su monociclo negro, su sombrero anaranjado con una flor rosa coronándolo. Alguien detrás de ella la empujó por el hombro, volteó la mirada asustada y alerta, ahogo un grito en su garganta al ver que se trataba del maniquí de una madre que llevaba de la mano a un niño, en su rostro tenía una mueca de disgusto. Zelzin retrocedió sobre sus pasos, a la salida de la carpa, cuando la música se detuvo, de nuevo sintió la extraña sensación de ser observada, el silencio se volvió incómodo, cuatro ruidos huecos le hicieron voltear la cabeza. Las pelotas habían caído al suelo, todos los maniquíes, los sentados y los que estaban de pie, miraban fijamente a Zelzin, todos molestos, pero continuaban sin moverse, parecía que esperaban a que la chica les diera la espalda para poder moverse. Una risa poco agradable llenó el lugar, nada divertida y terrorífica, era el payaso.
   Había bajado de su monociclo, las pelotas rodaban en el suelo a su alrededor, alejándose de él, estaba encorvado, continuaba dándole la espalda a Zelzin. El pánico la invadió por completo, ese era el momento de salir corriendo, o de despertar, nada deseaba más que despertar de esa pesadilla; despertar para reírse más tarde de ella misma y de su tonta imaginación onírica.
   El payaso continuó su risa, Zelzin estaba en shock, paralizada, quería gritar, correr, llorar, rezar, todo al mismo tiempo, pero sin poder hacer nada, ninguna parte de su cuerpo le obedecía. Poco a poco, en medio del escenario, dio la vuelta, entonces Zelzin soltó por fin un grito de auténtico horror, dio la vuelta y salió corriendo de la carpa.
   El payaso salió corriendo detrás de ella. Su rostro, si es que se le puede llamar rostro, era un agujero negro romboide que abarcaba todo lo un rostro normal, de él salía una baba grisácea, todo lo que podía verse en ese oscuro agujero era malvado e infame. Un demonio de perversidad. Corría con torpeza, cuando puso un pie fuera la carpa, todos los maniquíes corrieron detrás de él, en pos de Zelzin.
   La chica corría entre los árboles del bosque, escuchaba la infame risa del extraño ser payaso persiguiéndola, y los pasos de sus víctimas encerradas en cuerpos de yeso. La luna brilla con más intensidad, se volvió de color rojo carmesí. Se detuvo en seco, pues enfrente de ella estaba el payaso, jadeando, lleno de ira, temblaba de euforia al tener una nueva víctima, un nuevo alimento. Del hoyo escurrió más baba gris, cual perro hambriento.
   Corrió por un lado lateral al que estaba el payaso, pero tropezó contra lo que creía que era un árbol y cayó de bruces; pero no era un árbol, era de nuevo el payaso.
   Gritando se levantó, en su mente comenzó a rezar por salir bien de ese sueño, y de despertar sana en su cama, en su casa.
   Se levantaría para ir a desayunar y le contaría a su madre y a su hermano el extraño sueño que tuvo, quizá lo escribiera para internet. Corrió más deprisa, sus piernas le quemaban ya de cansancio, corría lento pero sus piernas ya no daban para más.
   Él la alcanzaba, estaba detrás de ella, sentía su respiración pausada sobre su nuca, y los pasos apresurados de los maniquíes siguiéndolos. Sobre su hombro sintió la mano del payaso, la había alcanzado, esté comenzó a reír de nuevo. Era insoportable el miedo que sentía, la desesperación por correr más deprisa.
   El piso de tierra se terminó bajo sus pies, cayó en un hoyo en la tierra, oscuro como el averno. Lo último que miró antes de que las tinieblas lo cubrieran todo fue al payaso asomándose por el pozo, y los maniquíes aglomerándose alrededor de él, uno incluso cayó también.
   Y sobre ellos las estrellas.

IV

   Un sonido lejano, se pierde. Se repite y cesa. Entonces se multiplica y se convierte en un murmullo, cae sobre su rostro, se siente cansada pero despierta lentamente. La lluvia era fría y le agradaba. La caída había sido larga, pero estaba bien. Se incorporó, a su lado estaba el maniquí que cayó con ella hecho añicos, resultó que estaban hechos de porcelana. Levantó la vista, continuaba viendo las estrellas, pero estaba lloviendo.  
   Esto sí que es extraño, pensó. Frente a ella se levantaba un oscuro edificio gótico, con grandes ventanales y gárgolas en la entrada haciendo guardia; la puerta de madera de doble hoja se abrió cuando Zelzin posó su mirada sobre está.
   Corrió para cubrirse de la lluvia, subió los escasos cinco peldaños de la escalera y entró a la biblioteca. La puerta se cerró tras de ella por voluntad propia, las velas en sus palmatorias se encendieron al unísono, alejando a las tinieblas por momentos. Los pasillos eran de enormes libreros repletos de viejos volúmenes olvidados, ese, quizá, era el lugar más coherente del subcosmos. Sobre ella estaba la cúpula, con una pintura que la inquietaba y le producía cierta curiosidad a la vez: un enorme ojo negro, su iris negro como el pelaje de una bestia nocturna, la pupila era una de las pocas entradas al verdadero infierno, al abismo.
   ¨Acércate¨, le llamaba una voz. No sabía muy bien a donde dirigirse, así que enfiló todo el pasillo de libreros hasta el centro de la biblioteca. La voz le dio de nuevo la indicación para acercarse, pero continuaba difusa, provenía de todas partes y de ninguna, tal vez y hasta era producto de su imaginación, al igual que todo ahí.
   A lo lejos, entre uno de los pasillos que llevaban al centro, vio otra puerta doble que se abría, y se dirigió ahí. El silencio reinaba, interrumpido solo por las pisadas de Zelzin. Jamás había tenido un sueño así, es bien sabido que estos son extraños y carecen de sentido, pero esté en especial parecía tan real, tan autentico.
   Las palmatorias se encendieron dentro de la habitación, que resultó ser una oficina. Había un viejo y rustico escritorio, los libros ahí dentro estaban regados, hojas de papel rotas sobre el suelo, y mucho polvo en el aire. Sobre el escritorio había una mano cercenada que sujetaba una enorme pluma negra de cuervo, posada sobre una hoja de papel. Zelzin ahogó un grito.
   La mano zurda era grande, parecía recién cortada, ya no brotaba sangre de ella. Está se movió con ligeras palpitaciones. Y comenzó a escribir sobre la hoja en la que estaba posada, frenéticamente.
   ¨Ya has muerto¨ escribió y la tinta desapareció en la hoja de pergamino.
   -No he muerto. –aseguró Zelzin. Aunque, de lo contrario, quizá sea cierto, puede que esté descendiendo al mismo infierno, o cayó directamente a un limbo de pesadillas.
   -¿Qué es este lugar?
   ¨Él te busca¨- la tinta desapareció.
   -¿Quién? ¿Estoy muerta? ¿Qué lugar es este?
   La mano paró de escribir, parecía que no ponía atención a los cuestionamientos de Zelzin. Harta, decidió salir de la oficina, a buscar el modo de despertar o de llegar a las entrañas del infierno para ser condenada. A escasos centímetros de tocar el picaporte, la mano comenzó de nuevo a escribir con desesperación.
   ¨Debes correr, esconderte. No estas a salvo en ningún lugar. No hasta que regreses a tu realidad. Él te ha matado en otras realidades; de muchas formas. Pero tú puedes salir con vida. Busca la puerta que te lleve a tu mundo. Encuéntrala en las profundidades del abismo¨.
   -Este sueño cada vez es más extraño. ¿Es la realidad?
   ¨Muy real¨
   ¨Sal rápido, él ya viene por ti¨.
   -¿Quién?
   Las palmatorias se apagaron. Todo quedó a oscuras, la penumbra en los ojos de Zelzin le llenaron de miedo, pues al mismo tiempo sentía de nuevo la sensación de ser observada. La luz volvió un solo segundo debido a un rayo que surcó el cielo; la habitación se encontraba vacía, nada que hubo ahí dentro estaba. La extraña silueta de Abbamalech estaba en la ventana, con sus deformes manos sobre el vidrio, y su único ojo posado en ella. Su cuerpo era solo una sombra, lo único físico era su enorme ojo negro que la observaba con gula y lujuria.
   Otro rayo seguido de un trueno. Salió corriendo de lo que fue la oficina. Los libreros no estaban, todo había desaparecido, el edificio parecía una catedral muerta. Estruendosos ruidos huecos se escucharon entre las paredes de la biblioteca; afuera las gárgolas habían caído al suelo, destrozándose.
   Abbamalech se sentía eufórico, no se había sentido así en mucho tiempo. Ella, era por mucho, uno de los manjares más grandes del universo. Solo él y Dios sabían la cantidad de veces que la había devorado, una y otra vez a lo largo de las realidades y los mundos, y siempre resultaba lo mismo. Se defendía, se escondía, además de ser un bocado suculento era una fuente de diversión. Sabía que era cuestión de tiempo para que terminara por devorarse a todas las Zelzin, pero no le importaba, mientras hubiera alguna en el universo, la cazaría y la devoraría.
   Eso es lo que era: un cazador. Una fiera que gusta de jugar con sus presas. Era insoportable la sensación de esperar para devorarla; su piel era dulce y exquisita. Algo que ningún otro Dios ha probado, y era solo para él.                


V

   Zelzin continuaba tratando de darle algún sentido a todo aquello. Si no era un sueño, la última opción era que había perdido la razón, estaba loca. A lo lejos escuchaba la suave respiración de su acosador, lenta, tranquila y al mismo tiempo ansiosa por devorarla una vez más.
   No había en donde esconderse, ya que todo había desaparecido. ¿Qué iba a hacer? ¿Correr? La mano que ya no estaba le dijo que se escondiera, pero no podía correr afuera porque allá estaba Abbamalech, dentro no había otra puerta más que donde estaba la oficina. Ese era su fin, estaba segura.
   No hay peor prisión que la que crea la propia mente, sumada con la desesperación de querer huir sin poder lograrlo. Zelzin, por primera vez en su vida, deseó morir.
   Retrocedía, convencida de que llegaba a su fin, su espalda chocó contra la pared, y se dejó caer hasta el suelo. Se cubrió el rostro con sus manos y empezó a sollozar. Que tan pronto había cambiado su vida de un instante a otro, un momento estaba estudiando y al otro escapando de un payaso deforme y de una horda de maniquíes blancos.
   La vida era extraña, el destino carecía de sentido. Deseaba morir ahí mismo. Sí su destino era el ser devorada por un ser extradimencional, entonces que así sea. Debería enfrentar su destino antes que escapar de él.
   Una pequeña mano se posó sobre su hombro, un nuevo sollozo acompañó al suyo en el silencio de la biblioteca. Zelzin levantó la vista y vio frente a ella a una niña pequeña, vestida de manera extraña, su ropa era vieja, de otro tiempo; su vestido era largo y de gala, color caqui, no debía tener más de diez años.
   -¿Eres real? –preguntó la niña entre sollozos.
   Zelzin se sorprendió al ver a alguien más ahí con ella.
   -Sí. Sí lo soy. –y abrazó a la niña, al hacerlo sintió alivio dentro de ella. La esperanza volvió, saldría de ahí. Ese era su nuevo propósito. Ya no se sentía sola.
   -¿Cómo te llamas?
   -Carlota. ¿Y tú?
   -Zelzin.
   -Tú nombre es extraño. –dijo y enjugó sus lágrimas con el dorso de su mano.
   -Sí, me lo dicen muy seguido. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
   -No lo sé. Creo que un día o dos. Aunque a veces siento que ya pasaron semanas.
   -Bueno, eso no importa. Saldremos de aquí, mi niña.
   -¿Conoces la salida?
   -No, pero encontraremos una.
   Volvió a abrazar a Carlota, y ambas dejaron de llorar. Se sentían protegidas una por la otra. Esperaron unos minutos –o quizá horas- hasta sentirse seguras de que Abbamalech se había marchado. Aunque la angustia también crecía en ambas y jamás sintieron desconfianza una de la otra.
   Cabía el miedo en ella, afuera podría estar él esperándolas. No había otra salida más, una única puerta llevaba a fuera y continuaba lloviendo. Entonces una duda llegó a la cabeza de Zelzin.
   -¿Has visto salir el sol?
   La niña dudó antes de contestar, y negó con la cabeza.
   -¿Todo el tiempo es de noche? –susurró para sí Zelzin.
   Cada vez se sentía más confundida, incluso le parecía que ya había estado ahí. La situación a ratos le parecía familiar, como si hubiera corrido de esa bestia con anterioridad. Incluso toda su vida.
   -Creo que ya no está ahí afuera. –dijo Carlota.
   -¿Cómo llegaste aquí?
   -Por un túnel afuera.
   -¿Caíste por un túnel? –preguntó Zelzin.
   -No. Lo seguí.
   Se incorporaron y tomaron de la mano, y salieron del edificio. Frente a ellas estaban los escombros de las gárgolas que cayeron y se despedazaron contra el suelo, más allá solo quedaba el polvo del maniquí que cayera junto con Zelzin. Eso le produjo algo de temor, pero no se lo dijo a la niña.
   -¿En dónde está el túnel?
   -Más adelante.
   Continuaron caminando. La lluvia no les molestaba en nada, rayos comenzaron a iluminar el oscuro cielo, sin embargo, ninguno caía. Llegaron al túnel, la entrada le parecía familiar a Zelzin. Las escaleras descendían, frente a ellas sobre la entrada del túnel había un letrero azul con letras blancas que decían: No pasar. El agua caía como cataratas por los peldaños de la escalera.
   Del otro lado había otras escaleras, pero estás ascendían. Viraron a la derecha y Zelzin comprendió en dónde se encontraban. A su izquierda estaban las taquillas tapiadas con maderos, la pintura de las paredes era vieja y carcomida por el tiempo; otras escaleras ascendían a los torniquetes, y tras ellos bajaron a los andenes del metro. El transporte estaba detenido, vacío, muerto. Zelzin continuaba agarrando de la mano a Carlota.
   -¿Cómo puede ser esto?
   -¿Conoces este lugar?
   Carlota ni siquiera se imaginaba qué era ello, pero Zelzin se refirió a él como Cuatro Caminos. Subieron a un vagón, dentro no había nada, estaba totalmente abandonado y desierto. El típico timbre del cierre de puertas se escuchó por la estación, el pequeño foco sobre las puertas se encendió y estás se cerraron. A pesar de que echaron a correr para salir del vagón, no lo lograron, quedándose atrapadas en el metro. Este arrancó súbitamente.
   Las luces de las lámparas de neón del túnel pasaban fugases antes sus ojos, tuvieron que sujetarse de los barandales para no caer al suelo debido a la velocidad del tren. Llegaron a la primera estación, Zelzin reconoció al instante las figuras, réplicas de esculturas de antiguas civilizaciones. Pero el tren no se detuvo. Llegaron a la siguiente estación, pasándola de largo, así estación en estación. Hasta que el túnel terminó y el tren ascendió a la ciudad que, eventualmente, desapareció en la nada.
   Ambas vieron por las ventanas que las vías iban sobre la nada, lo único que podían ver eran estrellas, lunas, soles y nebulosas. Estaban muy asustadas y confundidas.
   Entonces todo se volvió a oscurecer en un nuevo túnel, las luces de neón seguían siendo iguales a las de antes.
   -Próxima estación: Caín. –dijo la voz femenina del tren.
   Luego salieron del túnel a un paisaje lúgubre, una inmensa torre de granito negro se elevaba y una extraña sensación de peligro y angustia las invadió. Otro túnel, esta vez más corto.
   -Próxima estación: Augustus.
   Cuando salieron vieron gigantes seres demoniacos peleando a la mitad de una ciudad destruyéndola a su paso. El cielo era rojo apocalíptico, pero el mundo no terminaría ahí, no del todo. Otro túnel.
   Quien sabe a dónde las llevaba el tren, parecía un artefacto demoniaco. Salieron, la última estación antes de detenerse.
   De nuevo la voz de mujer, está vez anunciando la llegada a Lázaro.
   El desierto se extendía hasta donde la vista podía alcanzar, la ciudad estaba sepultada en la arena, y en el cielo brillaba una extraña figura, al lado de la luna. Era como algo o alguien observando la desgracia del mundo. Un nuevo túnel, y la parada final.
   -Próxima estación: Copilco. –dijo la voz del metro. 
   Era otra estación, sombría y poco transitada en tú realidad. Alta y con murales poco iluminados. Las puertas se abrieron.
   -Ningún pasajero deberá permanecer en el tren. Gracias.
   Bajaron y las puertas se cerraron detrás de ellas; el tren arrancó de nuevo dejándolas solas. Donde quiera que se supone que estuvieran, Abbamalech las tenía donde quería.

VI

   Salieron de la estación cogidas de la mano, y como ya lo intuía Zelzin, afuera no había nada de lo que en su realidad debería estar.
   Se trataba de un cementerio a la mitad de una colina, las lápidas eran viejas y algunas ya estaban deshaciéndose, incluso las letras dejaron de ser legibles hace mucho tiempo.
Zelzin Gonzales.
1993-2012.
   Decía la primera lápida. Zelzin creyó que se trataba de un truco, evidentemente, ella estaba ahí viva. Se acercaron a otra tumba y leyeron:
Zelzin Gonzales.
1993-2012.
   Pasaron a una tercera, y decía lo mismo.
   -Esto es una completa locura. –le dijo a Carlota.
   Pero a la niña estaba atenta leyendo otra lápida, está era de ella misma:
Carlota Montesco.
1832-1841.
   Soltó la mano de Zelzin y se acercó a leer otra, solo para descubrir que tenía grabado el mismo nombre y la misma fecha.
   -Soy yo. –dijo para sí.
   Se acercó a un mausoleo, el pesado y viejo candado se abrió solo, cayendo al suelo de tierra del campo santo. Carlota cogió la mano de Zelzin; la puerta de la cripta se abrió revelando unas escaleras de piedra que bajaban y se perdían en la oscuridad.
   Tomadas de la mano bajaron las escaleras. Zelzin volvió a sacar su celular y a encender su lámpara; los peldaños descendían en espiral, parecía que bajaban por una antigua torre de un castillo. Abajo todo estaba cubierto de arena, con extraños ídolos de piedra adornando las paredes, pilares con relieves de serpientes mordiéndose las colas las unas a las otras.
   -Deberíamos salir de aquí. –dijo Zelzin.
   Pero Carlota no la escuchó, como hipnotizada se adentró más en el mausoleo. Las figuras de los ídolos las miraban al pasar, Zelzin no pudo evitar pensar en alebrijes o algo parecido. Recorrieron el mausoleo de techos altos y cilíndricos.
   Carlota señaló algo en la oscuridad, volteó a ver a Zelzin y dijo:
   -Vi algo ahí que se movió. ¿Lo viste?
   Zelzin, preocupada, prestó atención a las tinieblas que las rodeaban. Forzó su vista, y vio algo deforme moverse. Apretó con fuerza la mano de la niña y corrieron de vuelta sobre sus pasos.
   El demoniaco ser salió disparado en pos de las niñas. Era rápido, y sus pisadas sobre la arena asustaban a las niñas. Zelzin logró divisar a lo lejos las escaleras, pero sintió un tirón en el brazo: el monstruo había alcanzado a Carlota.
   Era enorme, una sola alma, pero demasiados cuerpos unidos en él. Su cabeza era una amalgama de cuerpos de niños que se retorcían, intentando alcanzar a la niña. Su cuerpo era una aglomeración entre cuerpos de niños y adultos. Sus piernas eran extensiones de piernas humanas unidas unas con otras para ser más largas. Muchas de estas eran de metal, su cuerpo largo como una serpiente. Su apetito feroz.
   Los pequeños brazos de los niños de la cabeza del monstruo alcanzaron a Carlota, la atraían con fuerza, mientras Zelzin intentaba retenerla en el suelo. Carlota lloraba y le pedía una y otra vez a Zelzin que no la soltara. Pero el cuerpo amorfo del ser era fuerte y la jalaba con fuerza. El sudor de las manos de Zelzin no ayudaban en absoluto; la pequeña mano de Carlota se le resbalaba de entre sus manos, hasta que el monstruo se la arrancó.
   Zelzin vio con horror como los cuerpos de los niños se abrían como una monstruosa boca para recibir a Carlota con ellos, se quedó paralizada, de entre los niños que ya estaban emergió el rostro corrompido y pálido de Carlota, sus brazos se movían con espasmos.
  Y ahora iba por Zelzin.
  Zelzin corrió entre la oscuridad en dirección hacia las escaleras, sintiendo a sus espaldas al monstruo. Había una puerta remplazando las escaleras por donde había llegado. Era de madera, de doble hoja. Atravesó, la cerró detrás de sí, y escuchó como el monstruo se estrellaba contra la madera, sin poder abrir la puerta.      


VII

   Probablemente su deseo de morir se cumpliría, pero después. Las palmatorias se encendieron, iluminando la nueva oficina donde estaba la mano que se encontró en la biblioteca.
   Se sintió mal y lloró con toda su fuerza, dejando fluir el llanto y sus emociones. Estaba harta de todo, asustada, deprimida; toda esa ola de emociones no hacía más que aumentaran sus ganas de morir.
   La mano comenzó a escribir con su inmensa pluma negra, solo que está vez las letras no se desvanecerían hasta que Zelzin las leyera.
   ¨Busca la puerta del abismo¨  
   Cuando Zelzin las leyó se dejó caer al suelo. No entendía nada y no quería entenderlo. Los libros cayeron al suelo, sentían la presencia de Abbamalech cerca. La mano comenzó a desintegrarse como hojas de árbol en otoño, el pergamino, el escritorio. Sin embargo, la mano comenzó a escribir de nuevo, pero las letras eran difusas y difíciles de leer. Zelzin entró en pánico, escribía con tanta desesperación que debería ser algo importante.
   Todo se desintegró. Y Zelzin se quedó parada en un páramo hermoso y boscoso. La luna brillaba con normalidad, el cielo tenía las estrellas que todos conocemos, se encontraba de nuevo en su realidad, pero no en su tiempo.


VIII

   Su nombre era Martin Bonilla y quería matar a su ama. Ella era una joven adinerada que solía pasar largas vacaciones en una enorme cabaña a la mitad de un viejo bosque. Martín comenzó a percatarse de la actitud extraña de la joven: salía a altas horas de la noche, vestida solo con su pijama y una vela encendida.
   Martin comenzó a seguirla durante sus noches de tertulia por el bosque, entonces descubrió que la joven ama era partícipe en horribles y blasfemos aquelarres. Una noche de luna llena le tocó presenciar uno especialmente grotesco, en el que la joven ama mantenía relaciones con un ser cornudo, antropomorfo y grotesco y una bruja vieja, bebía sangre de ambos y demás fluidos. Martin se persignó, acto que hizo que su presencia fuera notada por el resto de brujos del aquelarre; le persiguieron el resto de la noche, sin hallarlo. Escapó de la casa lo más pronto posible, pero a la mitad de su huida descubrió que había olvidado un importante camafeo con la foto de su difunta esposa y regresó a la cabaña durante la noche, seguro de que la ama no estaba. 
   Se encontró con otros mozos, que le dijeron con cierto jubilo, que la señorita estaba embarazada.
   No podía ni imaginarse la grotesca criatura que se engendraba en el vientre de la señorita. Así, totalmente decidido en terminar con esa blasfemia, buscó entre los instrumentos del jardinero, y encontró una pequeña hoz, le serviría para terminar con la vida de la señorita.
   La joven volvió antes de despuntar el alba, pero Martin ya estaba preparado; esperó a que la joven se recostara en su aposento, y salió de su escondite sin hacer el menor ruido, cogió impulso con la hoz para clavarla de lleno en el vientre de la joven, cuando la ventana de la habitación se abrió de par en par. Era el fauno con el que había fornicado un par de noches antes.
   Volteó a ver a la joven para matarla, aunque asustado por la presencia del demonio, pues terminaría con la aberrante criatura en el vientre de su madre, cuando percibió el vientre de esta última más abultado, estaba en proceso de parto.
   No hubo necesidad de mancharse las manos, el pequeño monstruo salió sin complicaciones, lleno de sangre y llevándose con él la vida de su madre. El pequeño monstruo era como una sombra antropomorfa, con un solo ojo en su cabeza, que al verlo Martin cayó en la más profunda y tristes de las locuras. Más tarde ese día se le acusaría de haber matado a la señorita.
   Mientras el fauno dejaba libre en la noche aquel ser aberrante, lleno de maldad y odio.

IX

   Eso es lo que Zelzin vio en el bosque. Cuando vio como el extraño ser fauno soltaba a Abbamalech y esté se iba a las estrellas, la realidad volvió a cambiar, la luna volvió a ser la luna corrompida de antes, y el fauno y la casa ya no estaban.
   Ya nada estaba ni había. La luna y las estrellas desaparecieron al poco tiempo, se encontraba en un abismo total.
La nada. 



X

   Estaba segura de que se encontraba cerca de la puerta, a pocos pasos de salir de ahí. Recordó las palabras que la mano había escrito en la biblioteca, lo de la puerta en las profundidades del abismo. Pues consideraba ese lugar un abismo.
   Comenzó a caminar, no sabía si se encontraría con un precipicio o una pared, no veía absolutamente nada, salvo oscuridad.
   -Me abandonaste. –dijo la voz de Carlota con un susurro. Zelzin iba a disculparse, pero otra voz la interrumpió:
   -¿En dónde estás?
   Era la voz de su madre sollozando. Podía dudar, Carlota había estado ahí con ella en esa pesadilla, pero podía ser que aquella voz no fuera la de su madre.
   -Ven.
   Dijo otra voz, esta vez desconocida. Una pequeña luz roja se elevó a la lejanía, marcando el horizonte y, sobre esté, una pequeña y oscura figura rectangular, una puerta.
   Corrió hacia ella, cuando escuchó por vez primera la voz de Abbamalech. No pronunció palabra alguna, pues sabe hablar, pero no le interesa para nada comunicarse con nadie. Cada idioma que se haya inventado o se invente, él lo conoce. Estaba a sus espaldas, confundido en la nada, su ojo parecía flotar en el aire, persiguiendo a Zelzin. Solo reía. La pequeña luz roja cayó, y otra se elevó en su lugar, para caer después. La risa de Abbamalech era ensordecedora. Casi destruye sus oídos la primera vez que dejó salir su macabra carcajada. Se escuchaba en todas partes, pero Zelzin continuaba corriendo. Sus pasos sonaban igual que las de un niño cuando corre descalzo. Una nueva esperanza creció en ella cuando comenzó a escuchar también el sonido de pájaros cantando, iguales a los que se posan en su ventana al amanecer.
   Saldría de ahí con vida, ella cambiaria todo. Escaparía del asesino de otras Zelzin de otros mundos. Veía la puerta más cerca, más cerca. Era grande y de color rojo, como las pequeñas luces que ascendían desde ningún lugar. En la parte superior tenía escrito el nombre de Zelzin. Esa es la salida. Pero no la alcanzó.

XI

   Las zarpas de Abbamalech cogieron a Zelzin por sus brazos, levantándola del suelo. La chica estaba impactada, estaba a pocos centímetros de llegar a la puerta, y ahora estaba en las manos del monstruo.
   Lo miró, él la miraba también, con lasciva, lujuria, gula y placer. Por fin tendría un banquete digno. Debajo de su ojo se abrió su enorme boca, daba la impresión de estar viendo las patas retorciéndose de cangrejos, listos para destrozar la carne de la joven.
   Gritó. Pero en el vacío no había nadie que la escuchara ni le ayudara.
   Cerró la boca arrancándole la pierna izquierda, la masticó con paciencia y la tragó. El dolor era insoportable. La sangre brotaba a borbotones, le caía en su ojo a Abbamalech, pero esté no se inmutaba.
   Siguió con la otra pierna, intentaba zafarse, retorciéndose e intentando escapar, sin resultado.
   Le arrancó la otra pierna.
   La dejó caer al suelo, ya no podría huir de él. Sin embargo, se arrastró mientras masticaba tranquilamente su otra pierna; con sus codos se apoyaba y se arrastraba, llorando.
   La levantó de nuevo del brazo izquierdo, está vez le arrancó con sus extraños dientes las entrañas. Así, poco a poco la fue devorando. Y Zelzin murió.
XII

   -Tuve un sueño extraño.
   Tomó un plato y la caja de cereal.
   -¿De qué? –preguntó su madre.
   Sacó la leche del frigorífico y se sirvió su cereal.
   -Me parece que he perdido la cordura. O tal vez es solo el cansancio.
   -Te hace falta dormir más. Me has estado ayudando mucho estos días.
   -Pero porque quiero hacerlo, madre.
   -Aun así.
   -Creo que ya no quiero dormir nunca más. No después de este sueño.
   El sol salió de entre las nubes plomizas iluminando la cocina. El día era fresco, toda la noche había estado lloviendo, y solo unos minutos antes se había calmado.
   -Va a salir el sol. –dijo su madre mirando por la ventana al cielo.
   Un silencio incomodo nació después de ese comentario.
   -Y bien, ¿qué soñaste?
   Dudaba en decírselo, o con qué palabras las diría. Eligió casi correctamente, y dijo:
   -Soñé que un monstruo se comía a Zelzin.
   Su madre lo volteó a ver.
   -Tu hermana lleva un año desaparecida. Tu imaginación solo intenta darle una explicación a lo que pasa. ¿No crees?

El colibrí y la tormenta

Había una vez -hace mucho tiempo- un colibrí que vivía en un bosque.
Gustaba cada mañana de salir y explorar, y admirar a todas las flores que ahí crecían. Un día, mientras paseaba, escuchó un lejano y débil murmullo, buscó entre los árboles el origen de ese sonido y, detrás del rosal, encontró a una bella mujer sollozando sobre un montículo de tierra removida.
-¿Qué tienes? -le preguntó el colibrí.
-Él murió. -contestó la mujer después de ver al ave directamente a los ojos, y rompió a llorar de nuevo.
El colibrí miró el montículo de tierra, después posó su mirada sobre la mujer y le pidió que le esperara. El ave voló a través del bosque, buscando las flores blancas más hermosas; al cabo de un rato regresó con un pequeño ramo en el pico y lo dejó sobre la tumba. La mujer, conmovida por la acción del colibrí, le dio un pequeño y tierno beso en el pico, causando que el ave se sonrojara bajo sus plumas de colores.
-Son hermosas. -dijo. -Yo también tengo un jardín.
-Debe ser el jardín más hermoso de todos. -le contestó el pequeño con cortesía.
-Sí, lo es. 
Ella era hermosa, quizá, la más hermosa de todas las mujeres, tenía su cabello largo y negro que se mecía por el aire helado que comenzaba a soplar, su tez era blanca y sus ojos negros en los que era demasiado fácil perderse, dejarse llevar y naufragar.
Las lágrimas de ella comenzaban a desvanecer y a ser solo un recuerdo en su bello rostro. El colibrí le pidió, nuevamente, que le esperara, y volvió adentrarse en el bosque en la búsqueda de las bellas flores; primero recogió rosas, azucenas, y cada una que se atravesaba en su camino.
La luz del sol comenzó a escasear, la tarde pasaba y grandes y gruesas nubes grises comenzaban a cubrir el azul del cielo. Al poco rato comenzó a llover, obligando al pequeño colibrí a refugiarse en un tronco hueco.
Cuando la tormenta pasó, el colibrí regresó a donde estaba la tumba con un gran y hermoso ramo de flores en el pico, pero la mujer ya no estaba ahí.
Su pequeño corazón se encogió y latió con fuerza y desesperación, por un segundo estuvo a punto de dejar caer el ramo; pero lo sostuvo con fuerza y voló al pueblo más cercano.
Buscó de casa en casa el jardín más bello de todos, pero cuando creía encontrarlo el jardín de al lado resultaba más hermoso aún. Así el colibrí entró en desesperación.
Un día, mientras seguía buscando, se encontró con otro colibrí que lo miró con curiosidad y un tanto divertido le preguntó:
-¿Qué haces, compañero?
-Estoy buscando el jardín más hermoso de todos.
Dijo, y miró en la otra casa y sintió más desesperación.
-¿Y para qué estas buscando el jardín más hermoso de todos, compañero?
-¡Para encontrarla a ella! -gritó
-¿A quién?
-Ella, la mujer más hermosa.
Vio en su compañero los síntomas del verdadero amor; temblaba y en sus ojos veía cómo ardían las brasas del amor desesperado. Así el pequeño colibrí se ofreció a ayudarlo, le dijo que él buscaría en la otra calle así abarcarían más terreno. Más tarde otro colibrí se enteró de la desesperada misión y decidió ayudarles, así hasta que todos los colibrís se encontraron buscando el jardín más bello de todos.
Y aún hoy en día, los colibrís entran a los jardines de las personas buscando el más precioso de todos con la esperanza de encontrar a la mujer de la cual su compañero se enamorara en los días de antaño. 

jueves, 15 de marzo de 2018

LA ROSA DEL FIN DE LOS TIEMPOS


1.    EL CUENTACUENTOS

   Era un verdadero crimen despertar a una niña de cinco años tan temprano, tanto que debía ser altamente castigado. Eso pensaba Jesica que, en efecto, es una niña de cinco años.
   Aún faltaban cinco minutos para las siete de la mañana cuando la temible abuela Martha entró en la habitación de la niña. Le recordó que aquel era el primer día de escuela y no debía llegar tarde.
   -Pero no quiero ir. –replicó la niña, enredándose de nuevo en sus cobijas.
   -Tienes que ir. Ya levántate. –ordenó la abuela Martha y salió de la habitación.
   Jesica se preguntaba por qué era tan importante ir a la escuela. No le daba nada de gracia estar con un montón de niños desconocidos toda la mañana hasta entrada la tarde. Se incorporó de la cama, la abuela Martha le había hecho el favor de dejar su uniforme nuevo sobre la cama.
   -Es horrible. –había dicho cuando su madre se lo entregó.
   -Te ves muy bien. –contestó.  
   Jesica a veces creía que los adultos ignoraban lo que decía; un ejemplo era el uniforme gris que se estaba vistiendo, la tela estaba rígida y olía raro. Se sentía extraña con él, y ridícula, sobretodo lo último. Bajó a la cocina donde la abuela Martha ya le tenía preparados un vaso de leche con chocolate y un sándwich.
   -Apúrate para peinarte. –le gritó la abuela desde su habitación donde se estaba cambiando de ropa.  
   Miró el vaso de leche con un poco de desprecio, no sentía la menor pizca de hambre a esa hora, lo que más le apetecía en ese momento era seguir durmiendo.
   Recordó aquel día que preguntó por qué debía ir a la escuela. Todas las respuestas que recibía eran las mismas. Pero, ¿para qué aprender a leer o sumar? Eso era para quien quisiera leer y sumar, no para Jesica, ella solo quería jugar… y dormir.  
   En todo caso, si van a obligar a los niños pequeños a ir a la escuela deberían hacerlo a una hora más decente, pensaba.
   La abuela Martha, que siempre vestía de colores negros y melancólicos, comenzó a peinar a Jesica mientras la niña intentaba terminarse el sándwich.
   -¿A qué hora llegan mis papás? –preguntó Jesica.
   -Creo que los dos entraron a las seis de la mañana, estarán aquí temprano, pero yo iré por ti.
   -¿Tengo que ir?
   La abuela Martha se molestó con la pregunta de la niña. Y le volvió a explicar que debía ir, todos los niños deben ir a la escuela.
   -Hay tantos niños que quisieran ir a la escuela y no pueden, y tú que tienes la oportunidad no la quieres aprovechar. –a veces a la abuela Martha se le olvidaba que hablaba con una niña de cinco años. –Ya vámonos.
   Subió a su habitación por su pequeña mochila y se dirigió a la puerta junto con su abuela. Se cercioraron de que no olvidaban nada y salieron.
  
   Afuera el cielo era plomizo, el aire que soplaba era frio y traía consigo un rocío que daba de lleno en la cara de la niña.
   El kínder estaba a un par de calles de su casa, en el camino se encontraron con otras madres que también llevaban a sus hijos, que, al verlos Jesica creyó entender la gravedad de la situación, pues esos niños lloraban e imploraban por volver a casa, eran niños que jamás habían estado lejos de su madre en un lugar completamente desconocido; algunos de los infantes prometían portarse bien por el resto de su vida, todo con tal de volver a casa.
   Entonces esto es un castigo, pensó Jesica. Y comenzó a buscar en sus recuerdos cuál era la mayor travesura que había cometido como para recibir esa clase de castigo.
   No lo recordaba porque no la había cometido.
   Una fuerza oprimía su pecho, su cuerpo temblaba más por los nervios que por lo frío del ambiente, en su rostro sintió aglomerada toda la sangre de su cuerpo.
   Llegaron por fin al kínder y la escena no hizo más que empeorar.
   Había montones y montones de niños llorando, gritando, y haciendo berrinche. En verdad debe ser terrible este lugar, se decía Jesica para sus adentros.  
   -Mira que feos se ven esos niños berrinchudos. –le dijo la abuela Martha al oído a Jesica, que no lloraba solo porque los nervios le impedían hacer cualquier cosa que no fuera temblar.
   Dieron las ocho y la puerta se abrió por fin, y los llantos se elevaron al cielo. Los niños que iban por su último año fueron los primeros en entrar, muy pocos de nuevo ingreso entraron por su voluntad, mientras el resto de niños lloraban en la banqueta.
   Miss Tania esperaba en la puerta, daba la bienvenida a los niños y saludaba a las mamás. Jesica no podía moverse, sus piernas eran víctimas de un embrujo que le impedía caminar, jamás había sentido nada parecido y pocas veces en su vida lo sentiría.
   -Que te vaya bien, al rato vengo por ti. –le dio un tierno besó en la mejilla y la persignó. Rodeó a la niña por los hombros y la condujo a la puerta.
   Jesica tenía los ojos muy abiertos, no podía ni hablar para implorar regresar a casa. Su cuerpo actuó por voluntad propia, Miss Tania le dio la bienvenida y le pidió que esperara en el patio.
   Ya estaba dentro del kínder y no había vuelta atrás.
 
   El edificio era agradable; en las paredes del patio habían pintados personajes de caricaturas y películas que a Jesica le encantaban, en el suelo tenían pintados algunos juegos, las paredes de los salones eran de colores llamativos y en las puertas, hechos con foami, estaba escrito el grado y grupo acompañados de un personaje de película infantil. Lo único que arruinaba el agradable edificio eran los niños llorones.  
   Jesica se dijo a sí misma que no hablaría con ellos, le habían causado una pésima impresión. Los nervios fueron desapareciendo poco a poco; miss Tania la llevó a su salón, donde conoció a la que sería su profesora: Miss Paola, una mujer joven de cabello corto que siente una profunda atracción hacía los gatos. Jesica se preguntó por qué las maestras había que llamarlas Miss. Los sentaron por tamaños, Jesica era la tercera de la segunda fila desde la puerta.      
   -Se van a ir parando, me van a decir sus nombres, el de sus papis, a que se dedican y qué es lo que más les gusta hacer. Empiezan de aquí. –dijo la maestra, que anotaba los nombres conforme los niños se levantaban.
   Algunos de los niños les invadían los nervios y relevaban datos de más, o no decían nada en absoluto. Más pronto de lo que creyó, llegó el turno de Jesica.
  -Me llamo Jesica Ramos Hernández, -comenzó con una sonrisa nerviosa en su rostro, -mi mamá se llama Anahí Hernández Castro y mi papá Joaquín Ramos Avalos. No sé en qué trabajan, y lo que más me gusta es ver la tele. –se sentó, sintiendo como los nervios liberaban su cuerpo. 
   Luego llegó la hora del descanso. Era sorprendente la facilidad que algunas personas tienen para hacer amigos, ya había grupos de niñas en el salón, y de niños organizando eventos deportivos con botellas de plástico; por su parte Jesica agarró su lonchera y salió al patio. Al principio pensó en sentarse en un lugar cualquiera a degustar su sándwich, pero había algo que le molestaba de ver a tantos niños jugando y gritando, quería estar sola y en silencio, y sabía que ese lugar no era el patio.
   Buscó el lugar indicado, y lo encontró en el estacionamiento de la escuela. Se sentó en la parte trasera, recargando su espalda en la malla metálica que marcaba el final del territorio escolar, afuera había una avenida por la cual circulaban muchos autos diariamente. Pero el ruido de los autos no era tan molesto como el de niños gritando.
   Sacó su sándwich y comenzó a comérselo. En realidad, no sentía nada de hambre, los nervios habían espantado esa sensación en su estómago.
   -¿Tendrá una moneda para este viej…?
   Jesica volteó la mirada a la calle, a un par de metros de ella estaba un anciano sentado en la banqueta, estaba sucio y acababa de pedirle una moneda a un hombre que vestía elegante, el cual lo ignoró.
   La niña iba a guardar su sándwich, pero tuvo una idea mejor.
   Se incorporó y se acercó al viejo, él la vio acercarse por el rabillo del ojo, pero no le dio importancia. Jesica tenía agarrado su sándwich con las dos manos, y pensaba cómo llamar la atención del viejo.  
   Atravesó su pequeña mano por uno de los huecos de la malla metálica y con su dedito tocó el hombro del anciano varias veces. El anciano volteó, olía mal, tenía una barba larga y canosa al igual que su cabello enmarañado, cubría su coronilla calva con una boina negra descolorida, sus zapatos estaban rotos.
   -¿Quiere comer de mi sándwich? –dijo Jesica mirando al viejo a los ojos y con una sonrisa amistosa en su rostro.
   El viejo miró a la niña con curiosidad, tenía ojos grises como su cabello, luego miró el sándwich y asintió con la cabeza. Jesica traspasó el alimento por la malla y se lo dio al anciano.
   -Gracias. –dijo, mientras observaba el emparedado medio comido en su mano.
   -No hay de qué. –dijo y dio media vuelta para ir por su lonchera por el jugo que no se había tomado. –También tengo un jugo, ¿lo quieres?  
   -Sí, por favor. –contestó el anciano. –Eres muy gentil, niña. ¿Cómo te llamas?
   -Jesica, ¿y tú? –le tendió el jugo de manzana.
   -Jesica, hacen falta más niñas como tú en este mundo. Yo me llamo Alberto. Deseo que te vaya muy bien en tus estudios y en la vida.  
   -¡No! –negó la niña algo molesta. –No me gusta la escuela.
   -¿Por qué no? – dijo Alberto mientras destapaba el jugo. –La escuela es muy buena. Aprender a leer, escribir, es lo mejor de la vida. -dio un sorbo al jugo-  Aprender a leer es lo más magnifico que me ha pasado.  
   -No quiero aprender a leer ni a escribir, yo quiero irme a mi casa.
   Alberto soltó una pequeña risita. Ya había terminado de engullir el emparedado, y el jugo estaba a la mitad.
   -Me acabas de recordar a una princesa que también decía que no quería aprender a leer ni a escribir. –guardó silencio un momento. -Jesica, ¿te gustan las historias de princesas?
   -Si. Mi favorita es la Bella Durmiente.
   -Está es una princesa diferente. Bueno, en realidad nadie sabe con exactitud cómo pasaron las cosas. Fue hace mucho tiempo, o tal vez, falta mucho tiempo para que suceda. No lo sé, mi memoria no es lo que era antes.
   Apresuró el jugo, cuando lo terminó dobló el cartón vacío y lo guardó en un bolsillo de su pantalón para tirarlo más tarde en un contenedor.  
   -El mundo la conoció como la princesa Miroslava. No era la princesa más bella, ni sabía cantar, ni la escondieron de una bruja. No. Ella nació y se crío en un castillo, que era el centro del reino Elán. Cuando tuvo edad, el Rey mandó que le enseñaran a leer, a escribir, y todas esas cosas importantes, pero la lección más importante se la impartiría el rey. ¿Qué es lo que más te gusta hacer con tus papás? –interrumpió la historia.  
   Jesica se lo pensó bien, llevando su pequeño dedo índice a la comisura de los labios y mirando hacia arriba.
   -No lo sé. Casi no estoy con mis papás.
   -A Miroslava le gustaba la equitación.
   -¿Qué es eso?
   -Montar a caballo.               
   Jesica nunca había visto un caballo de verdad, y le entró el deseo de montar uno, luego pensó: ¿por qué conformarse con montar uno? Tendría mil caballos y los montaría a todos, todos los días.
   -Miroslava era muy parecida a ti, incluso recogió a una niña de la calle y fue como una hermana. Y también decía que no le hacía falta leer ni escribir. Hasta que su padre le tendió una trampa para que ella aprendiera la importancia del conocimiento.
   -¿Qué trampa le puso?
   -Llegó una mujer a hablar con el Rey, pidiendo su ayuda. Una familia había llegado a sus tierras queriendo vivir en ellas, pero ella había comprado esa tierra hace un par de años atrás. Y como prueba llevaba el documento que lo avalaba. El Rey le mostró el documento a su hija Miroslava, para que lo examinará y encontrará la falla.
   -¿Y la encontró? ¿Qué era?
   -No. Para la princesa solo era un pedazo de papel con letras que no sabía interpretar. Más tarde llegó el padre de la familia mostrando un documento parecido, y el Rey le encargó a Miroslava que le dijera de quién era el terreno.
   Pero la princesa no lo sabía, ambos se veían igual, así que dijo que el terreno debía de ser para la mujer. El Rey le preguntó por qué.
   “Porque ella vino primero.
   “No, dijo el Rey. ¿Ves la importancia de saber leer? Este papel de aquí es falso, está mal escrito el nombre de nuestro primer Rey. Escribieron Elán con el acento en la E. El terreno es de la familia y no de la mujer.
   “Así que se entregó el terreno a la familia.
   -Y la princesa aprendió a leer. –dijo Jesica.
   -Y muchas cosas más. Es importante leer, escribir, y saber muchas cosas más.
   -¿En donde aprendió esa historia?
   -Me parece que la leí… o la soñé. No lo recuerdo, mi memoria no es lo que era antes. –volvió a decir.  
   -¿Ahí termina la historia de la princesa?
   -No, después de aprender a leer hizo muchas cosas más, pero siempre acompañada de un libro.
   -¡Que ya se metan! –gritaron varias niñas desde la puerta del salón dando fin al receso.   
   Jesica se despidió del anciano, algo dentro de ella había cambiado, quería saber más acerca de la princesa, tal vez buscando en los libros encontraría su historia, pero primero tendría que aprender a leer y era lo que no quería.
   -Mañana vendré con otro sándwich y jugo.
   -Ve y estudia. –dijo Alberto.
   Y Jesica volvió a su salón.

   Cuando regresó a casa su abuela le preguntó cómo le había ido, le dijo que bien, seguido le comentó que se había hecho de un amigo que cuenta historias.
   -¿Cómo se llama?
   -Alberto.
   -Que bien, mi vida. –contestó su abuela.

2. EL VIAJE DE DAPHNE


   -Vida era un importante guerrero que se enamoró de una hermosa y joven doncella, llamada Muerte. –comenzó a explicar Alberto.
   La vida de la princesa había cambiado mucho desde entonces, había viajado, ayudado a su padre con el reino, e incluso ayudó a una anciana pareja de gnomos que vivía en una esférica roca hueca, a la mitad de un bosque a las afueras del reino.
   Jesica había dado solo una mordida a la mitad de su sándwich, el jugo se lo había dado a Alberto.
   Ahora la vida de la princesa estaba en peligro y la única que podía ayudarla era su amiga Daphne, la niña que recogió de la calle hacía muchos años atrás.
   -Ambos eran muy felices juntos. Hasta que un día Vida fue llamado por un importante sabio llamado Tiempo. Él le dijo que se alejara de Muerte, pues no debían estar juntos; pero Vida se negó y no escuchó las razones del sabio.
  “Entonces Tiempo llamó a una amiga que le ayudaría. Luna llegó y le mostró a Vida porque no podía estar con su amada.
   Jesica terminó su sándwich, y permaneció en silencio para que su amigo continuara con la historia.
   -Luna le mostró al guerrero que, cada vez que estaba con Muerte, cosas terribles pasaban en el mundo; paradojas, desequilibrios. Toda la existencia estaba en peligro si ambos continuaban juntos. Le mostró un futuro donde ambos amantes permanecían juntos, y era devastador. Solo ellos dos, en una vorágine de caos y destrucción.
   “Vida regresó en sí, llorando por lo que acaba de ver. Era su deber alejarse de Muerte para evitar un mal mayor.
   “Fue a buscar a su amada, le explicó lo sucedido, y, con lágrimas en los ojos, se despidieron. Y dicen que Muerte lloró tanto en la cima de la colina por su amado, que de su llanto en la tierra nació una rosa de pétalos azules cubierta de numerosas espinas; misma rosa que ayudaría a Daphne a salvar a Miroslava.
   “La rosa crece cada noche y marchita al amanecer.
   -¿Y Vida ya no volvió a ver a Muerte? –preguntó Jesica.
   -Se dice que Vida prometió volver a verla. Pero una profecía dicta que llegará el momento en que ninguno de los dos pueda soportar más el dolor de estar separados y correrán uno a los brazos del otro, mostrándose el amor que sintieron todos estos años. Ese día será el fin para nosotros, y para ellos.
   -¿Entonces Daphne debe ir por la rosa?
   -Así es. La llaman La Rosa del Fin de los Tiempos. Ultimo que quedará en la creación.  
   Un perro labrador negro se acercó al vagabundo; estaba delgado, sucio y tenía una mirada vidriosa. El vagabundo golpeó su pierna con la palma de la mano y el perro se acercó.
   -¿Tienes hambre, amigo? –preguntó al animal mientras lo acariciaba.
   -¿Por qué le hablas cómo si fuera una persona? Es un perro.
   -Por fuera es un perro, por dentro es alma errante igual que tú y yo. Él también siente hambre y amor, igual que lo siente un robot o un amigo. Igual que tú y yo.  
   -Yo no soy un alma errante, soy una niña.
   -Todos nacemos como almas errantes, Jess, dejamos de serlo cuando encontramos el porqué de nuestras vidas, y vamos detrás de ese objetivo.  
   El perro olisqueó las manos del vagabundo, meneando la cola con felicidad, pues su hambre había desaparecido por un instante, sentía gratitud hacía el hombre que lo acariciaba y que no lo ignoraba como el resto de personas.
   Alberto deseó tener un poco de comida para su amiguito; pero no tenía ni una migaja de lo que fuera el sándwich de Jesica. Se acercó al oído del perro y le dijo:
   -Más adelante hay una carnicería, estoy seguro de que, si te sientas cerca de la entrada, un alma pura te dará un pedazo de carne.
   El perro meneó aún más su cola, con gratitud lamió el rostro del vagabundo que comenzó a reír por la extraña sensación que tenía al sentir su lengua, y el perro se fue en dirección a la carnicería.
   La niña había visto todo aquello, y comenzó a ver a su amigo como una clase de mago que podía hablar con los animales.
   -Es terrible. –dijo su amigo.
   -¿Qué es terrible?
   -Cómo almas puras sufren sin razón. Aquel amigo fue traicionado, y su destino es incierto.
   -Hay muchos perros en la calle. –aseguró la niña.  
   -Y también muchas personas que los ignoran y muy pocas que les prestan atención: hay maldad en este mundo, niña. Desde torres que quieren ver arder el cielo, personas que fabrican cosas para matar a más seres humanos; dioses al otro lado del universo dispuestos a acabar con este mundo. La maldad es infinita y va ganando la batalla.
   Jesica ya no sabía de qué hablaba su amigo, se lo iba a preguntar, pero sus compañeras de clase gritaron desde la puerta del salón dando fin al recreo. Guardó el cartón de jugo en su lonchera, junto con la servilleta que envolvió el emparedado y se incorporó.
   Sentía un hueco en el estómago, era viernes, lo que significaba que vería a Alberto hasta el lunes.
   El vagabundo supo leer la expresión de la niña, y le dijo:
   -No te preocupes, estaré bien. Son solo dos días.
   -Pero…
   -El lunes te contaré el viaje de Daphne hacía la rosa azul.
   La niña intentó dibujar una sonrisa en su rostro, pero no pudo, continuaba triste. Las niñas volvieron a gritar para que el resto de niños volvieran a sus salones.
   -Anda. Hasta el lunes. –terminó el vagabundo. La niña regresó al salón, triste, con un nudo en la garganta.

   Aquel día su madre descansó del trabajo y pudo ir por ella, comenzaba a llover por lo que llevaba un pequeño paraguas rosa para su hija. Jesica corrió hacía su madre, la abrazó, y se olvidó de la mala sensación que la molestaba.
   Más tarde, en su casa, se preguntó si Alberto tenía en dónde protegerse de la lluvia.
  
   Alberto caminaba por la calle, mientras diluviaba sin piedad. Se sentía débil, su estómago rugió y su cuerpo temblaba debido al frio; se detuvo debajo de una cornisa de un local de pinturas, ya estaba cerrada así que no habría nadie que lo molestara.
   Comenzó a toser, primero fue una tos débil, luego se tornó agresiva al punto que su garganta resultó lastimada, escupió lo que había provocado el escozor en la garganta, lo observó y negó con la cabeza.
   No podía ser, aún no.
   Se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada sobre la fría pared, donde la lluvia no podía alcanzarle, cerró los ojos y se quedó dormido.
   La lluvia fue limpiando el coagulo de sangre que el vagabundo había escupido, al amanecer no habría rastro de él.

3.    RECUERDOS

   Llegó por fin el lunes, pues para Jesica el fin de semana le había parecido eterno. Se vistió de prisa con su uniforme limpio, poco a poco el aroma a nuevo se iba desvaneciendo o ella se acostumbraba a él, desayunó y le pidió a su abuela que le prepara dos tortas de jamón, le pusiera dos jugos y dos gelatinas de limón, cuando la abuela Martha le preguntó la razón, la niña contestó que quería compartirlo con su amigo Alberto.
   Salieron de la casa hacía la escuela, Jesica estaba emocionada, quería saber de su amigo después de tantos días, y poder compartir con él el desayuno.
   Entró a la escuela, a los diez minutos de empezada la clase pidió permiso para salir al baño, al salir del salón se dirigió al estacionamiento donde siempre se reunía con Alberto, pero él no estaba ahí, así que regresó al salón.
   Tuvo que esperar, muy ansiosa, a la hora del recreo. Se preguntó por qué se le llamaba la hora del recreo, si solo eran como veinte minutos, la escuela era una mentira total.
   Agarró su lonchera y salió del salón en dirección al estacionamiento. Ahí estaba su amigo esperándola.
   Estaba sentado al sol, un joven había pasado y lo ignoró cuando el vagabundo le pidió una moneda.
   -Ya llegué. –dijo alegremente la niña, realmente feliz.
   -Hola, Jesica. –contestó Alberto, también feliz de poder estar de nuevo con la niña. -¿Ya estas lista para saber qué pasa con la princesa?
   Jesica asintió con la cabeza; dejó la lonchera en el suelo y sacó la torta que era para Alberto y el jugo. Él se lo agradeció, la niña sacó su torta y le dio la primera mordida.
   -¿Qué hacías cuando eras joven? –preguntó la niña casi sin querer.
   Alberto se quedó pensando en la pregunta de la niña. Era normal que sintiera curiosidad.
   -Yo cuidaba un lugar importante, muy importante. Un templo de saber lleno de libros y conocimiento.
   -¿Ahí leíste de la princesa?
   -Creo que sí.
   -¿Y por qué ya no trabajas ahí?
   Alberto recordó, hacía mucho que no pensaba en aquellos días. Siempre que recordaba se sentía de nuevo ahí, en ese tiempo, y sentía exactamente lo mismo…
   Dolor, pena…
   Corría, llevaba varios viejos libros en los brazos, intentaba ponerlos en un lugar seguro. Algo que él no podía controlar se volvió en su contra: la lluvia.
   La biblioteca se estaba inundando y los libros estaban en peligro. No logró salvarlos, muchos se perdieron y se le culpó por ello. Lo despidieron, ese fue el principio de sus desgracias.
   La niña, al ver la expresión sombría en el rostro de su amigo, decidió no insistir y cambió de pregunta:
   -¿Qué pasó con la princesa?
   Alberto dio la primera mordida a la torta, hacía días que no probaba alimento, y aquello, aunque solo fuera una simple torta de jamón con crema, le pareció un manjar del Valhala.
   -Bien. Ya te conté la historia de la Rosa. –pensó un momento en el modo que continuaría su historia. –Después de escuchar la historia de Vida y Muerte, Daphne salió de la cabaña de la bruja, y fue en busca de su caballo que la llevaría hacía donde se encontraba la rosa.
   Una nube cubrió el sol, los minutos pasaron, los pajaritos cantaban desde sus nidos y el día adquirió nuevos matices.
   Jesica imaginaba la historia, no lograba ver en su mente el rostro de Daphne, pero la imaginaba hermosa, de cabellos castaños, ondulándose por el viento que golpeaba su rostro.
   -Entonces la alcanzó. –dijo Alberto. –Un estruendoso ruido asustó a Daphne, miró atrás, pero el mar de nubes grises no le permitía ver si el Capitán estaba lejos; el globo aerostático se meneó en el aire que comenzó a soplar con más y más fuerza. Un nuevo ruido la paralizó, y de la pantalla gris emergió el navío aéreo del Capitán. Sus tripulantes cargaban los cañones y apuntaban al globo, querían derribarla. Las balas pasaban a los costados del globo aerostático. El Capitán había jurado proteger a la Rosa, y cumpliría su promesa de un modo u otro.
   La niña se había perdido en la historia, miraba fijamente a Alberto, pero su mente estaba con Daphne en su globo aerostático, sintiendo el aire frio, y viendo acercarse a sus espaldas el navío volador.
   -Una bala dio en el globo. Comenzó con perder altura, y descender; el Capitán reía, mientras veía a Daphne desaparecer.
   -Él quería la Rosa. –aseguró la niña.
   -No, Jesica, el Capitán era más bien un guardián de la Rosa.     
   -Oh. ¿Y qué pasó con Daphne?
   -El globo fue bajando, perdiéndose entre las nubes; pronto la gris neblina lo cubrió todo, estuvo a punto de chocar contra una cumbre nevada, se sujetaba fuertemente para no caer, mientras se lamentaba por haber estado tan cerca. Ya casi no tenía tiempo.
   La niña pensaba en una montaña cubierta de nieve y se percató que, en ese lugar donde vivía, jamás había visto caer nieve.
   -¿Has visto nieve?
   -Claro que sí, Jesica. Es una sensación placentera y bella, el ver caer la nieve y cubrirlo todo, es como ver a la persona que está destinada a estar a tu lado llegar para quedarse. –Alberto había comenzado a navegar en sus recuerdos, el rostro de una mujer hermosa, cuyos cabellos se mecían con el aire de invierno y su piel tan blanca como la nieve que cae del cielo. Suspiró, y casi sin darse cuenta dijo: -Daniela.
   -¿Quién es Daniela?
   Los niños gritaron dando fin a la hora del receso. Las palabras de la niña quedaron flotando en el aire, Alberto tenía la mirada fija hacía adelante, mirando sin mirar a ninguna parte, absorto en sus pensamientos. Jesica se despidió de su amigo, que había quedado atrapado, de nuevo, en las redes de la melancolía del pasado. Se despidió de su amiguita y se levantó de la banqueta para caminar hacia ninguna parte.
  
   El cielo era gris oscuro, la tarde llegaba a su fin, mientras que Daniela buscaba las llaves del departamento en su bolso. Alberto le brindó las suyas y Daniela, con una sonrisa, las recogió y abrió la puerta.
   Por aquel tiempo nadie se imaginaba que el mundo estaba a punto de cambiar, pasaríamos de ser hombres libres a ser esclavos de pequeños y delgados aparatos electrónicos. Daniela encendió el televisor, dueño del tiempo de ocio de los hombres de aquel tiempo, Alberto, por otro lado, fue a la recamara, se recostó en la cama y abrió su libro.
   Si le hubiesen preguntado en aquel tiempo si era feliz, habría contestado que sí, lo era. Tenía un trabajo donde trataba con libros, una joven y bella esposa que lo quería con la misma intensidad que él a ella, un departamento, y tiempo libre para pasar con Daniela.
   -Alberto, mira. –gritó Daniela.
   Él fue corriendo a su lado, Daniela abría la ventana, y observaba a través de ella con gran asombro.
   Pequeños copos de nieve descendían del cielo plomizo, ella los miraba con asombro mientras que Alberto sintió latir más deprisa su corazón, luego se dio cuenta que en realidad no estaba viendo los copos de nieve: miraba a Daniela feliz, y eso a él le provocaba una felicidad que, consideraba, las personas no tienen permitido sentir.


4.    UN REGALO

Una tarde Jesica se percató que deseaba estar en la escuela. Veía las manecillas del reloj moverse lentamente, cosa que le parecía injusta. ¿Por qué el tiempo pasa tan lento con cosas aburridas y tan rápido cuando estaba escuchando las historias de Alberto?
   Un trueno la hizo estremecerse, seguido del ruido de la lluvia estrellándose contra los vidrios de las ventanas. Comenzó a sentir preocupación. ¿Dónde estaría Alberto?
   Sabía que su amigo no tenía casa, ni familia, ni nada que comer. ¿Entonces dónde pasaba el tiempo cuando no estaba con ella?
   La abuela Martha estaba en la cocina preparando un atole de guayaba, hasta su habitación le llegaba el aroma, mientras que en la pequeña pantalla veía un programa de supuestos problemas de personas y cómo lidiaban con ellos.
   Se acercó a la ventana y vio la lluvia caer; la abrió un poco y sintió el aire frio golpeando su pequeño rostro. Cerró la ventana y fue a la habitación de sus padres que estaba perfectamente recogida, gracias a la abuela. Abrió el closet, buscó entre la ropa de su papá, una pila de ropa cayó al suelo y a Jesica no le importó.
   Encontró lo que estaba buscando, lo dobló cómo Dios le dio a entender y lo metió en su mochila. Acto seguido regresó al closet, acomodó lo mejor que pudo la ropa de su papá y cerró el closet.

   Por la mañana caía una ligera brisa fría. Jesica pensó que era la ocasión perfecta para darle su regalo a Alberto. Esperó, esta vez con más paciencia, el momento del receso; cuando por fin llegó, salió corriendo del salón con el regalo en una mano y su lunch en la otra.
   Ahí estaba Alberto, esperándola. Jesica notó, al momento de saludarlo, que su amigo se veía muy mal, no sabía bien por qué. Se le notaba enfermo.
   -Mira lo que te traje. –le arrojó el suéter de su papá sobre la malla metálica.
   -Gracias. –contestó Alberto con una sonrisa, pero Jesica vio que le faltaba algo en esa sonrisa que lo caracterizaba, quizá falta de alegría.
   Le tendió el desayuno y Alberto continuó la historia del viaje de Daphne.
   Le contó cómo se abrió paso entre las montañas nevadas, hasta llegar a las enormes puertas de piedra que eran la entrada al inframundo, ahí estaba la Rosa del Fin de los Tiempos.
   Jesica le pidió a su amigo que se detuviera. Por alguna razón ese día no estaba disfrutando de la historia, le faltaba vivacidad, alegría, chispa. Algo que hiciera más por la historia que la historia misma. La voz con humor de Alberto, el énfasis con el que hablaba y relataba los acontecimientos.
   -¿Qué sucede, Jess? –preguntó Alberto y la miro a los ojos. Jesica notó tristeza en esos ojos grises.  
   Le había agradecido por el suéter verde de su padre, se lo puso y comió el desayuno de Jesica, sin embargo, irradiaba tristeza, y algo más que la niña no lograba descifrar, quizá porque era muy joven para verlo o porque se negaba a creerlo.
   -Ya casi termina la historia. ¿Qué sucede?
  -No, nada. –contestó Jesica y miró al suelo.
   Alberto notó también el extraño comportamiento de su querida amiga. Para ser sincero consigo mismo se sentía muy mal; estaba más delgado de lo normal, y con mucha fuerza de voluntad lograba controlar los ataques de tos frente a Jesica, ataques que siempre terminaban con una masa gelatinosa y roja en el suelo.
   Explicó un par de cosas con relación a la historia y poco después el receso llegó a su fin.
   Jesica recogió la basura y la guardó en su lonchera, vio a su amigo vistiendo el suéter de su papá y se despidió de su amigo. Él vio como la niña se iba, y le gritó:
   -Quizá mañana termine la historia.
   Jesica asintió. Su corazón de niña fue invadido por una extraña sensación que desconocía y comenzó a atormentarla: tristeza.
   Sintió que aquellas palabras eran más bien una despedida de su amigo.


5.    ACCIDENTE

   Las clases llegaron a su fin.
   Jesica no podía creer lo mucho que su vida había cambiado en un par de semanas, cómo descubrió que las historias le gustaban, y como un amigo había llenado el vacío que su familia había dejado.  
   Caminaba de la mano de la abuela Martha de regreso a casa. Comenzaron a caer enormes gotas de lluvia.
   -Qué bueno que traje mi paraguas, en las noticias habían dicho que llovería temprano. –dijo la abuela abriendo su paraguas.
   Jesica no le prestaba atención en lo más mínimo. Estaba triste, y no sabía qué hacer para alejar ese malestar de su corazón.
   Debería ser un crimen altamente castigo el permitir que una niña tan pequeña sienta esa clase de emoción.
   Llegaron a casa, se cambió el uniforme y bajó a la cocina a comer. Mientras lo hacía volteó la mirada a la ventana, y se preguntó si su amigo estaría bien en la calle.

   Alberto sufrió un ataque de tos que terminó, como ya era costumbre, con la expulsión de algo rojo y viscoso; llevaba puesto su nuevo suéter y se sentía más caliente que cuando llevaba solo su viejo abrigo café.
   Se refugió debajo de una marquesina, sin embargo, el aire frio le daba de lleno en el rostro, lo que hacía que al respirarlo le vinieran nuevos ataques de tos.
   Su estómago gruñó, comenzaba a sentir hambre otra vez. Revisó en sus bolsillos, sacó varias monedas de un peso y cincuenta centavos, las contó y se sintió agradecido con Dios al descubrir que le alcanzaba perfectamente para un pan de dulce o dos piezas de pan de blanco.
   Era un verdadero problema entrar a las tiendas, las personas se le quedaban viendo de manera rara, casi como si él fuera un ladrón o un criminal, a pesar de que todos sabían que su único crimen era vivir en la calle.
   Tomó las tres piezas de pan de una caja de cartón, las pagó y salió lo más pronto posible de la tienda. Volvió debajo de la marquesina y engulló con desesperación las piezas de pan. Cuando terminó comenzó a llorar. La vida era tan cruel.
   Recordó la última vez que vio a Daniela, la última vez que durmió en una cama, bajo un techo que era suyo, y las últimas comidas calientes que disfrutó en un plato, sin contar los desayunos que le llevaba Jesica.
   Jesica.
   Ella había sido una nueva luz en su vida, justo cuando las cosas parecían peor, una niña que odiaba la escuela le llenó de felicidad.
   Estaba tan agradecido con la niña que deseó haberla conocido en otras circunstancias.
   Una vez la siguió cuando salió de la escuela, sabía donde vivía. Pensaba a veces en ir a visitarla, aunque no lo hacía porque sabía que no sería bienvenido, él era un vagabundo y seguramente la niña recibiría un gran castigo por tratar con él.
   La tarde había pasado demasiado pronto, el cielo había perdido luz y la lluvia no mostraba interés en detenerse.
   Se puso de pie, se acomodó el abrigo y camino en dirección a la casa de Jesica, motivado por una fuerza que desconocía.

   Los padres de Jesica aún no regresaban del trabajo, la abuela Martha estaba en la sala durmiendo en un sillón frente al televisor, y Jesica estaba arropándose para dormirse.
   De pronto sintió la necesidad de ver por la ventana, se incorporó de la cama y fue a la ventana. Ahí estaba, justo del otro lado de la calle, su amigo Alberto. Se vieron y la niña le hizo señas para que se acercara a la entrada de la casa, salió corriendo del cuarto, bajó las escaleras y escuchó los ronquidos de su abuela, abrió silenciosamente la puerta. Mojado y escurriendo de agua, Jesica hizo que Alberto pasara, a pesar de las negativas de Alberto. Lo condujo silenciosamente por la casa hasta su cuarto.
   -¿Ya te preparabas para dormir?
   -Sí.
   -Solo quería saber si estabas bien, creo que será mejor que me vaya.
   -No, no. –Jesica corrió a la puerta e impidió que Alberto saliera. –Mejor termina de contarme la historia.
   La niña no dejo que Alberto respondiera, corrió de vuelta a su cama, se cobijó y miró a su amigo con una sonrisa llena de emoción. Sus padres jamás le contaban historias o le leían libros antes de dormir como en las películas.
   -Está bien. ¿En dónde nos quedamos? 
   -En que llegó a las puertas del inframundo.
   -Oh, es verdad. Bien, las puertas se abrieron a su paso, y dentro no encontró nada que no fuera oscuridad…
  
  << Encendió la pequeña lámpara que la bruja le había dado e iluminó un sendero de grava gris, escuchaba lamentos y suplicas a lo lejos. El camino subía por una colina, la cual siguió.
   Unos pasos acompañaban a los suyos, volteó la vista y vio el rostro del Capitán, corrió, alejándose de él, pero él la seguía. Daphne llegó a la cima de la colina y vio más colinas más allá, las última de ellas era coronada por una hermosa rosa color azul, llena de espinas que cubrían el sendero y el resto de la colina.
   La bruja que le habló de la Rosa le dijo que cuando la alcanzara, su petición se haría realidad y la princesa Miroslava volvería a despertar.
   Pero el Capitán iba detrás de ella, pisándole los talones>>.

   La abuela Martha despertó al momento que en la televisión comenzó un comercial más escandaloso que el resto. Se talló los ojos con los dorsos de las manos, tratando de quitar el escozor. Se levantó para ir al baño, pero escuchó una voz, una especialmente grave que provenía de la habitación de su nieta Jesica.
   Subió las escaleras lentamente, sosteniéndose del barandal de madera. Prestaba atención a la voz, aún no era hora para que su hija y su yerno llegara. Además, sabría reconocer la voz del papá de Jesica.
   Se acercó, casi de puntitas a la puerta de la habitación de Jesica. Giró lentamente el pomo de la puerta y espió en la habitación. Vio al vagabundo sentado en la orilla de la cama.
   Un fuerte sentimiento de peligro y de protección invadió el cuerpo de la abuela Martha. Entró en la habitación, hecha un manojo de nervios y se abalanzó sobre Alberto. Él se levantó de la cama y se cubrió el rostro de las cachetadas y golpes que la señora quería darle.
   -Tranquilícese, señora. –intentaba decir Alberto.
   Pero la señora continuaba golpeándole y gritando. Pronto le hizo dar un paso hacia atrás, luego le hizo salir a punta de golpes en el rostro, de la habitación, la niña se incorporó de la cama, queriendo ayudar a su amigo y tranquilizar a su abuela. Alberto dio un paso hacia atrás, pero el piso había desaparecido y cayó de espaldas sobre las escaleras hacia el piso de abajo.
   -No, abuela. Él es mi amigo. -Gritó la niña con lágrimas en los ojos.          
   Alberto rodó por las escaleras, y ya estando abajo no volvió a levantarse. La abuela Martha se cubrió la boca, asustada más de que el hombre no se levantara que del peligro que para ella representaba. La puerta se abrió, era la madre de Jesica que vio a Alberto tirado en el suelo, a su mamá y a su hija arriba de la escalera.
   -¿Qué paso aquí? –preguntó la madre de Jesica.
   Jesica lloraba, bajó las escaleras y se hincó al lado de su amigo.
   -Él es mi amigo, él es mi amigo. –repetía incesantemente.
   La abuela Martha se acercó a la niña y le ordenó que regresara a su habitación. Mientras le pedía ayuda a su hija para subir al vagabundo al auto para llevarlo al hospital.
   Jesica lloraba, abrazando su almohada, cuando la abuela entró en su habitación y le dijo:
   -Lo llevaremos al hospital, no te preocupes.
   Sin embargo, una lágrima rodó por su mejilla, temiendo haber cometido un grave error. La niña vio el auto de su mamá arrancar y desaparecer en la esquina.
   La lluvia aún no había cesado. Jesica se acostó de nuevo e intentó quedarse dormida, pero la preocupación no la dejaba conciliar el sueño.

   Llegaron al hospital, donde transportaron al vagabundo en una camilla y lo internaron.



6.    ALCANZANDO LA ROSA DEL FIN DE LOS TIEMPOS

   Jesica sintió el borde de su cama sumirse por el peso de alguien que se sentaba. Un rayo iluminó la habitación de la niña; abrió los ojos y vio a Alberto sentado a su lado.
   -¿Estas bien? –preguntó mientras se sentaba tan rápido como pudo, sorprendida.
   -Sí, mi niña. No te preocupes por mí. Vine a acabar de contarte la historia.
   Jesica asintió y se recostó en la cama nuevamente, llena de preguntas.  
   -Daphne continuó corriendo, y el Capitán iba en pos de ella. Descendieron por la colina y subieron a la próxima, así hasta llegar a la colina cubierta de las espinas de la Rosa del Fin de los Tiempos.
   Otro rayo iluminó la habitación. Jesica comenzó a sentir un escozor en los ojos, los parpados le pesaban.
   -Las espinas se clavaban en las piernas de Daphne, provocándole heridas que sangraban. Subió, muy lentamente por la colina; las espinas rasgaron la piel de sus brazos, de sus manos, y de su cuerpo. El Capitán estaba detrás de ella, subiendo, sintiendo las espinas en su piel, a punto de alcanzarla.
   La niña se estaba quedando dormida.
   -La Rosa estaba a escasos centímetros de la mano de Daphne, cuando sintió que el Capitán la jalaba hacía sí de su cabello; ella gritó. Pero se estiró un poco más, sintiendo que la sangre de su cuerpo la abandonaba. El Capitán la jaló con más fuerza, pero Daphne hizo un último esfuerzo, reunió todas sus fuerzas y pensó en Miroslava y en todo el cariño que sentía por ella. Daphne sintió el terciopelo de uno de los pétalos en dos dedos de su mano y el tiempo se detuvo.
   Jesica tenía los ojos cerrados, casi dormida, aunque seguía escuchando las palabras de Alberto, sabía que en cualquier momento quedaría dormida.
   -La sangre de Daphne había escapado de su cuerpo. Y se quedó quieta, inconsciente. Poco tiempo pasó hasta que quedó muerta entre las espinas de la Rosa. Una última lágrima rodó por su mejilla y se perdió entre las espinas.
   Jesica se había quedado dormida por fin. Alberto se incorporó de la cama y salió de la habitación. Bajó lentamente las escaleras y desapareció.  
   La puerta se abrió, era la abuela Martha y la mamá de Jesica. Subieron a la habitación de la niña, la encontraron dormida y cerraron la puerta, llorando.  

   A la mañana siguiente Jesica despertó y se percató de algo inusual en la ventana. Un extraño resplandor blanco que lo bañaba todo.
    Corrió a la ventana y vio con asombro que todo estaba cubierto de nieve, y del cielo continuaban cayendo copos de nieve. Salió corriendo de su habitación, brinco descendiendo de tres en tres los peldaños de la escalera, abrió la puerta y sintió el frío por todo su cuerpo, mientras una felicidad llenaba su joven corazón.
   De pronto escuchó una voz lejana que le relataban el triste final de la historia de Miroslava. Buscó en todas partes, deseando encontrarse con aquella mirada grisácea y la voz enmudeció. 
   A lo lejos, al final de la calle, vio que alguien desaparecía, no estaba segura de que fuera Alberto o una ilusión; de lo que sí estaba segura es que tenía enormes alas blancas y que voló al cielo. 
    






<<Miroslava despertó en su aposento, sintiendo un extraño vacío en su corazón, como si hubiera perdido a alguien muy importante en su vida>>.