lunes, 9 de abril de 2018

El ultimo canto de una sirena


A sus oídos llegaban dos melodías. La primera no le era extraña, se trataba de la música del mar que, con suma insistencia, arremetía sus olas contra la playa y los altos riscos de piedra; la segunda era, más bien, triste, melancólica, con ciertos toques de dolor y a pesar de lo antes dicho, no dejaba de ser una hermosa melodía.
Corrió hacia dónde provenía aquella extraña voz triste, pasó frente al gran faro de piedra negra, corrió a través de la playa hasta que, por fin, encontró a la dueña de aquella voz.
Su cabello era largo y negro y estaba húmedo, pegado a su tierna piel que, en ciertas partes, estaba cubierta de escamas. Sus ojos eran grandes, oscuros, y brillantes, tristes igual que la canción que con tanto sentimiento, no se cansaba de cantar. También tenía una larga aleta en lugar de piernas que doblaba su tamaño.
Vio que de sus preciosos ojos caían lágrimas, esto, acompañado con la canción, hizo que el joven compartiera la misma tristeza que la Sirena.
-¿Qué te sucede? –le preguntó. –Tu canción es tan triste, y tus lagrimas hace que mi corazón se llene de la misma pena de la cual, con tanto afán, cantas. –hizo una pausa. –Dime: ¿Qué te sucede?
La sirena volteó la mirada y vio al joven que le cuestionaba. Estaba perpleja, no sabía si era prudente intercambiar palabra con él. Pero ya no tenía opción dada su situación.
-Estoy triste porque ya no volveré a ver a mis padres, ni a mis hermanos, no volveré a jugar en las olas, ni veré de nuevo mi ciudad.
Y rompió a llorar.
El joven, que había quedado cautivado por la belleza de la sirena, le preguntó:
-¿Puedo ayudarte a regresar a tu hogar?
-No.
-Pero no me gusta verte triste, necesito ayudarte.
Los tiempos han cambiado, o quizá, el hombre es quien ha cambiado. En aquellos días el capricho no era más que capricho, y el amor era, sencillamente, amor. Jamás se confundían ni mucho menos se mezclaban. Y el joven sabía que, en su corazón, había comenzado a arder la llama del amor por la sirena. No necesitaba explicación, lo sabía, lo sentía, y lo aceptaba.
-Aunque quiero no puedo volver. Mi padre siempre nos advirtió de las consecuencias de nadar cerca del Faro Negro; le desobedecí, la curiosidad pudo más. Por mis actos fui desterrada al mundo de los hombres, lejos del mar que tanto quiero, y de mi familia.
Y comenzó a cantar de nuevo una melodía llena de melancolía y el corazón del joven se llenó de tristeza. Resuelto a ayudarla, volvió a insistir:
-Debe haber algo que yo pueda hacer por ti,
-El único modo en que pueda sobrevivir es adaptándome a la vida de fuera del mar.
El tono en sus palabras era triste.
Ella le explicó lo que tenían que hacer para que pudiera quedarse en el mundo terrestre. El joven cortó la palma de su mano y le dio de beber unas gotas de su sangre.
Poco a poco su apariencia fue cambiando; sus escamas desaparecían mientras al unísono su cola se trasformaba en un par de piernas humanas.
Le ayudó, con mucho esfuerzo, a ponerse de pie, era un verdadero milagro que diera dos pasos seguidos sin caer de nuevo en la arena de la playa.
Al ver el joven que, la ahora bella dama, carecía de fuerza suficiente en sus nuevas piernas para caminar, la llevó cargando hasta su casa.

Además del hecho de no poder caminar, su cuerpo resultó ser enfermizo, por lo que los siguientes tres meses permaneció la mayor parte del tiempo en cama.
Los pocos días que no estaba en el lecho los pasaba sentada en una silla de ruedas, contemplando con melancolía el infinito mar, que tenía sus fronteras hasta el atardecer.
Uno de aquellos días en los que la mujer observaba el mar, el joven llegó, se incoó ante ella y le mostró una sortija coronada por una perla rosada y acompañada de una proposición.
Ella no era ajena a todo ese ritual, al que aceptó en seguida, y por primera vez desde que salió del mar sintió una verdadera y pura felicidad.

Los años pasaron y su salud continuó con altibajos, sin embargo, ello no afectaba a la pareja, ya se mostraban como los más felices del mundo. Cualquier momento era ideal para mostrarse el amor que se tenían, en veces él llegaba con regalos o con propuestas locas para salir.
Al cumplir el lustro de casados su salud recayó de nuevo. Cayó en cama nuevamente, esta vez sin esperanzas de que saliera de ella.
-El mundo, debo decirte –le dijo-, no tenía ningún sentido hasta que escuché tu canción tan triste.
Ella le tomó la mano, ya no tenía fuerzas y su piel se notaba pálida y su belleza opacada por la alta fiebre.       
-A veces las personas salen a buscar en las miradas de los demás aquella que los complemente; y yo, sin buscar nada, encontré todo lo que me hacía falta en tu mirada. Y ahora tengo que dejarte marchar contra mi voluntad. Sin pensarlo intercambiaría mi vida por la tuya.  
-Entonces yo me quedaría sin ti.
Ambos quedaron en silencio.
-Tengo miedo, -le confesó desde el lecho-, a veces sueño con futuros terribles en los que la tierra y el mar arden en fuegos de muerte… No quiero que nada malo te pase, quiero estar contigo para siempre, aunque mi tiempo haya terminado ya.
Y así pasaron el resto de la noche declarándose su amor y dolor, sus esperanzas muertas y el infinito vacío de ver a alguien amado morir.  

Después del deceso, su cuerpo fue cremado y resguardado en una pequeña caja de madera. El ahora viudo subió hasta el Faro Negro en un día gris y triste, como el día que la encontró en la playa, y muy parecido al día que vio sus ojos extinguirse. Sintió el viento golpeando su rostro, y dejó escapar las cenizas de su esposa amada.
El viento condujo las cenizas hacía el mar, y por momentos percibió un nuevo canto, una bella canción.
¡Era su voz! Se decía. Cantaba alabanzas de amor y felicidad, y más sirenas se unieron al canto. El ultimo canto de una bella sirena.
Y el joven entendió que no solo en el cielo yacen los ángeles, también habitan en el fondo del mar.