martes, 1 de septiembre de 2020

EL DIABLO CUENTA UNA HISTORIA

 

   Preguntando a las personas descubrió que una leyenda en particular coincidía con todas las versiones: el diablo accedía a hablar contigo en un monte o cerro solitario, a la mitad de la tarde, cerca del crepúsculo.

   Antón subió al cerro De las Torres, y esperó. La vista abarcaba desde cerros inmaculados, carreteras solitarias, la presa sucia y llena de basura, y otro par de cerros repletos de casas y calles. Detrás de él un par de torres de luz que bautizaron al cerro.

   En su espera a que algo o alguien excepcional se acercase a él, reflexionó algo que, quizá debió preguntarse desde el principio; ¿qué le dirá al diablo?

   En realidad él era ateo, si la ciencia desacreditaba ciertas cosas, pues Antón también. Otra de las leyendas urbanas y creencias de la gente de la colonia, fue que el diablo suele presentarse de diferentes maneras y formas, algunos creían que como dinero, otras como un catrín, y otras más lo dibujaban en su mente tal cual era representado; de piel roja, cuernos, barba larga.

   La espera se prolongó y el cielo se tiño violeta y anaranjado, en el horizonte una o dos estrellas ya se asomaban en lo alto del cielo, un par de pájaros volaron sobre su cabeza al tiempo que Antón se incorporaba ya decidido a irse a su casa.

   El aire o soplaba, los perros no ladraron, los pájaros desaparecieron, ninguna persona vería en esa dirección por un tiempo.

   Un fuerte dolor en todo el cuerpo –como una serie de repentinos y unísonos calambres- le hizo sentarse, lleno de dolor. A su lado, sentado, un señor vestido todo de negro, con un sombrero de hongo sobre su cabeza, un bastón con una empuñadura de oro entre las manos, barba blanca al igual que las cejas, y lentes redondos y oscuros que le cubrían los ojos totalmente.

   Antón se asustó al verlo que solo apareció ahí, de la nada.

   -¿Tienes algo que pedirme, hijo? –dijo el anciano, pero no movió la boca ni un centímetro.

   Era anormal la presencia de aquel hombre, verlo y estar cerca de él producía un malestar, una sensación perpetua de peligro, de desconfianza. Los dolores aún no habían desaparecido, y apenas logró que su voz se escuchara y brotara de sus labios. Cuando dijo la primera cosa que le vino a la mente:

   -Cuéntame una historia.

   Entonces el rostro del hombre hizo, por única vez, un gesto de satisfacción, una mueca, una risa.

 

   -Había una vez -comenzó aún con su sombría sonrisa-, un hombre (omitiré su nombre), que se sentía insuficiente, al igual que muchos otros en el mundo y en la historia. Pero esa insuficiencia se la guardaba para sí, y eso era muy peligroso, es como una bomba de tiempo esperando a que el cronometro llegue a cero.

   “Todos los días se levantaba temprano para ir a un trabajo que no hacía más que explotarlo, jamás recibió el mérito ni el agradecimiento, y el sueldo daba mucho que desear; llegaba a casa con unos hijos que le agradecían su sacrificio, solo querían más dinero, más lujo; iba al lecho con una mujer que no amaba, a la que, incluso, detestaba y odiaba.

   “Y como ya escribiera alguien con anterioridad, siempre hay un hombre dentro de otro hombre, uno que habla, que hace que se dé cuenta de ciertas cosas, y peor aún, es él quien insinúa y murmura los planes y los lleva a cabo.

   “Así este hombre renunció a ese asfixiante trabajo sin confesárselo a nadie, ni a su familia; pasó los dos días siguientes caminando sin rumbo, desde su casa a lugares que no se acercaba, buscando… Al tercer día le llamaron para darle el dinero de la liquidación que, aunque mísero, le serviría por un tiempo. Planeó todo, y era perfecto. Al cuarto día llevó acabo esa idea que le dio miles de vueltas por la cabeza los días anteriores.

   “Llegó a su casa, no había nadie salvo su esposa. Era perfecto, casi, pensó, que un dios macabro y maldito y malévolo, lo quería así. No le dijo nada, solo fue a la cocina por el cuchillo con el que después pasaría a cortarle la garganta, claro, después de forcejear un rato. La cama quedó cubierta de sangre, con la que jugó con los dedos y se manchó la cara y probó, saboreándola, llevándose consigo parte del alma de su mujer.

   “Pero alguien venía, el primero de sus hijos, lo espero detrás de la puerta, le clavó el cuchillo por la espalda, perforándole un pulmón, cayeron al suelo y ahí lo apuñaló tantas veces hasta el cansancio. Era la mejor de las catarsis.

   “El segundo de los hijos no tardaría en llegar, se distrajo con algo, pero ya estaba ahí. Vio el cuerpo de su hermano tirado en el suelo, sin vida, y lo último que vio a continuación, fue el rostro liberador de su padre; él recibió la puñalada en el abdomen, y sintió cómo se abría paso hasta tenerlo entre las costillas, y sus tripas en el suelo, y su sangre haciendo un charco en el que posteriormente caería muerto.

   “Una vez liberado de su familia, se bañó, y cantó mientras lo hacía, y se sentía tremendamente bien. Guardó en tres maletas diferentes los tres cuerpos mutilados los cuales llevo a tres diferentes terrenos baldíos, que encontró durante sus caminatas.

   “Tomó el dinero de la liquidación y se fue al centro, encontró a una mujer que le gustaba en verdad, y se fue a la cama con ella, le pagó lo de una noche. Y disfrutó en sus brazos, aun cuando ya en el hotel le confesó que era hombre, lo que al final le importó muy poco. Al amanecer ella no estaba, pero no le importaba. Había gozado algo que con su mujer se había vuelto monótono.

   “Entonces salió y comió algo que de seguir siendo padre habría tenido que  , caminó, al caer la noche volvió a pagar a otra mujer (está vez si era una mujer), y volvió a pagar toda una noche.

   “Era una niña maltratada que era forzada a trabajar en las calles, y que su virginidad había sido vendida a la persona que tuvo el dinero suficiente para hacer vivir cómodamente a su padrote por cinco meses sin preocupaciones. Y con este hombre que ahora dormía en la cama en la que muchas como ella habían dormido con hombre como él, vio una oportunidad de salir, de ser libre. Agarró el cinturón del pantalón del hombre, y tras una breve pelea de forcejeos, lo ahorcó con él.

   “Le quitó lo que restaba de la liquidación, no era mucho, pero serviría para huir, a un lugar donde pudiera empezar de nuevo. Y así alcanzar la libertad.

   “El cuerpo lo dejó en la cama, desnudo, tal cual había quedado tras morir.

 

   Antón, ya acostumbrado al dolor que producía la presencia del hombre, se le quedó mirado, y esperando a que siguiera. Al ver que no lo hacía, dijo:

   -¿Sabes? Yo siempre percibí tu presencia como una forma de inteligencia y sabiduría, una fuente de engaños, de mentiras. Y al pedirte que me contaras una historia creí que sería algo más… -buscó la palabra- extraordinario. Pero eso es una historia que cualquiera se podría imaginar, de hecho sucede casi todos los días en todas partes del mundo, así que, me dejaste decepcionado.

   El aire sopló por fin, el sol ya había terminado de ocultarse, el hombre ya no estaba ahí.

    El dolor también había desaparecido y aquella curiosidad que lo había impulsado a subir a buscar al diablo había quedado poco satisfecha. Regresó sobre sus pasos hacía su casa.

   Ya entrada más la noche, llegó a casa.

   El horror y terror se volvieron sentimientos que cobraban otro significado, uno grotesco, uno cercano a la impotencia.

   Al abrir la puerta vio a su hermano tumbado en el suelo, y en seguida a su padre con un cuchillo en la mano, corriendo en dirección a él, y una sonrisa que reflejaba satisfacción y alegría.          

El hombre que temía a las nubes

  

  Sin saber cómo, me encontré vagando en un bosque, solo y lleno de pánico.
   Caí de rodillas sobre el pasto mojado, el ulular de los búhos me acompañaba, la luna llena se alzaba en el cielo, el aire que soplaba era frío. Los podía escuchar venir tras de mí, por las hojas secas quebrarse bajo sus pies, al venir sobre mis pasos.
   Me sentía mal; aproveché el momento en el que todos estaban descuidados en el hospital para poder huir, la fiebre era la poseedora de mi cuerpo, y ya no podía correr más.
   Había escuchado a uno de los doctores dictar mi sentencia, no quería morir, no.
   Me negaba rotundamente; el virus que me poseía me arrastraba a pasos agigantados hacía mi tumba. No quería morir.
   Solo una bata de hospital me cubría del viento que soplaba y acariciaba mi cuerpo, la tierra sobre la que había caído casi me reclamaba. La fiebre. La fiebre.
   Me incorporé como pude, apoyándome en un árbol. Caminé más deprisa, debía ganarles, no podía regresar a que ellos me dejaran morir…
   Corrí, lleno de esperanza que al salir de entre los árboles, encontraría una salvación. Cabía en la oscuridad la luz de una fogata a lo lejos, el humo que producía se elevaba entre los árboles. Los escuchaba.
   Había huido de un lugar de muerte para entrar en otro.
   Me acerqué a la fogata, ellos estaban ahí, celebrando una abominación, el conocimiento de lo imposible y lo prohibido. Sus cantos eran extraños, y para mi me resultaría imposible repetirlos, no porque suponga un reto lingüístico, sino por temor de invocar lo que vi aquel día.
   Vestían túnicas amarillas que brillaban con intensidad gracias al fuego de la fogata. Sus palabras eran llevadas por el viento al ser que era el motivo del canto. Vi, en el horizonte una montaña que jamás había visto, su cúspide se perdía entre las nubes, y a cada voz del canto, se acercaba más y más, hasta cubrir mi vista. Como si hubiésemos sido transportados, vi la luna sobre nosotros, más cerca, estábamos en la cima de la montaña. A mi alrededor había vestigios de antiguas fogatas y de antiguos anfitriones que celebraron ceremonias igual de abominables que esta. En uno de los muros cercanos, había la marca, como si alguien hubiese sido fundido ahí, un viejo sabio prepotente y poco preparado para estar aquí, quizá. Las nubes de pronto cubrieron el cielo. Gritos que al principio confundí por rayos venían con las nubes, enormes; cubrieron la luna y comenzó a llover. Siguieron los gritos y los cantos, eran ellos, que venían en sus naves de nubes. Los otros dioses, ellos venían por nosotros.
   Los vi descender de sus naves, y mirarnos, y en su mirada encontré sabiduría de la que huyen los sabios, la verdad de la oscuridad del vacío del cosmos, y comprendí que el mundo fue un santuario, y el humano una plaga que no debió ser; y de los varios intentos por aniquilarnos, y que este era el asalto final; que la reciente pandemia, desatada por las bestias del vacío de las estrellas, tenía toda la intención de hacer desaparecer a la humanidad. Vi las estrellas y constelaciones desconocidas, vi planetas y soles inmensos, y vestigios de civilizaciones que desaparecieron, y el quasar en el extremo del universo, y los dioses dormidos y los flautistas que tocan música alrededor del primer motor del caos, la antítesis de la creación, el necio sultán de los demonios; el que roe, gime y babea en el centro del vacío final. El imposible Azathot.
   Y comprendí que solo éramos un error que nadie en el universo extrañaría, y que nuestro único propósito en la vida era desaparecer para dejar desocupado el santuario a los antiguos dioses. Entonces, en un arranque para poder detener todo ello, quise detener los cantos de los sacerdotes amarillos, pero al hacerlo me percaté que jamás les había visto la cara, si es que aquello podía llamarse cara. Del centro de su rostro brotaba un tentáculo, y sus voces no eran reales más que en mi mente, y que la locura brotada de los cantos manaba de mi cabeza.
   Traté de huir del lugar; detrás del muro donde el sabio fue fulminado para siempre, encontré unos peldaños tallados en el costado de la montaña tenebrosa, bajé, y bajé, y bajé.
   Entonces descendí rodeado de nubes y neblina interminable, y escuchaba las voces de los morían por la plaga, y las abominables risas de los otros dioses que, satisfechos, observaban desde el espacio cómo moríamos y cómo no alcanzamos la supervivencia de la especie. Vi entre las nubes la silueta levantarse del gran dios que dormitaba en su ciudad en el océano, y sentí el retumbar de la tierra bajo sus pies, y los gritos de agonía. Estamos perdidos, estamos perdidos.
  
    Cuando desperté, lo hice en una cama de hospital. Todo era confuso, y los doctores hablaban lejos de mí de mi condición. La fiebre no cesaba. Los medicamentos no podían hacer más por mi mermada salud.
   Tenía la obligación de relatar mi experiencia y los saberes obtenidos durante la noche, pero nadie creyó y más bien pensaban que se trataban de alucinaciones producto de la fiebre que me atacó desde ese día…
   No puedo evitar sentir miedo de las nubes que vienen y ocultan el cielo, sé, que desde allá arriba en sus naves, nos están viendo cómo agonizamos… y nos orillamos cada vez más a nuestra extinción.